Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 13 de mayo de 2012
Admiraba a Bob Dylan, tanto que cuando lo conoció casi se pone a llorar. Si algún trabajo le parecía insatisfactorio espetaba “Esto es una mierda”, tan rápidamente como afirmaba de algo que lo tocaba en lo íntimo, que nunca en su vida “había visto algo mejor”.
Su mundo era de blancos y negros, de héroes y villanos, de lo correcto y lo incorrecto, sin matiz alguno.
Steve Jobs sabía exactamente lo que era el deseo humano, pero sabía algo más, que la voluntad puede ser tan grande que acabe transformando la realidad, tanto como distorsionándola de tal modo que los impulsos, la veta creativa y sobre todo las exigencias a los demás, son tan desmesuradas que se antojan imposibles y más de una vez lo son.
Jobs tenía algo de Leonardo y de Miguel Ángel, algo también de Ford y de Murdock. La frialdad del acero para encarar a los otros y, sobre todo la capacidad mágica de conectar con la gente o de manipularla sin remilgos.
En Steve Jobs sobrecoge -maestría de su biógrafo- la personalidad obsesiva, la actitud implacable para con sus semejantes, la extrapolación insólita de lo que él sufrió como hijo abandonado y adoptado con el frío abandono de su primera hija. Conmueve igual su visión, la posibilidad de construir el futuro sobre la premisa de que “las personas no saben lo que quieren”. Era hijo de Leonardo porque comprendió como nadie, y en eso le sacó una importante ventaja a otro genio como Bill Gates, que el secreto estaba en darle un toque humanista a la maquina.
El autor de su extraordinaria biografía, Walter Isaacson, concluye que no era un hombre especialmente inteligente, pero era inequívocamente un genio. Lo era porque igual que la compañía que creó, Apple, combinó siempre el hardware y el software, él mismo tuvo ese concepto inseparable en toda su vida como visionario. Sin Woznyak, que diseñó los circuitos integrados de la computadora que sería el paso inicial de la célebre Macintosh que cambio el mundo de la informática, probablemente no hubiera contado con el producto adecuado para dar el salto. Pero la idea de lo que eso significaba (el concepto de las computadoras personales) la tuvo él y no Woznyak que era un gran ingeniero y mejor persona que él. No solo creó una compañía exitosa, esa compañía marcó un culto, porque la perfección de la forma hasta el absurdo tenía un sentido de conexión emocional inquebrantable con quien como consumidor sentía la idea de que el producto era una extensión de su propia personalidad.
Jobs fue un genio porque revolucionó la idea de las computadoras personales, la idea de las mil canciones en el bolsillo (iPod) y la de la industria musical más allá del soporte de los cds (iTunes), lo fue porque entendió que debía apostar por los genios de la animación en la empresa Pixar y forzar al gigante Disney a entender que un mundo había terminado y otro comenzaba (Toy Story), lo fue finalmente porque supo convertir el teléfono celular en una minicomputadora que sería la extensión del “alma” de la nueva generación (iPhone) y su consecuencia lógica, el iPad.
Hay en este camino un antes y un después de Jobs. El Jobs que se enamoró de Joan Baez, que consumió LSD y podía haber sido uno más de lo hippies de los sesenta, no lo fue. Su secreto no está en haber amasado una fortuna incalculable desde un garaje en el que construyeron la primera Apple, sino por estar siempre un paso y dos y tres por delante de los demás. Su padre adoptivo fue capaz de hacerle entender que la perfección de un objeto debe ser total y que su terminado debe ser igual de bueno incluso en la parte que no se mira (la que va pegada a la pared de un aparador, por ejemplo).
Cuando le preguntó al máximo ejecutivo de Pepsi si quería seguir embotellando agua azucarada o cambiar el mundo, le expresaba una filosofía. Vivir con Jobs, a su lado, bajo su mando podía ser una experiencia frustrante y terrible, pero inolvidable y definitiva, porque era capaz de sacar lo mejor y lo peor de las personas.
No traicionó nunca sus raíces. Escuchaba entre lágrimas “Mr. Tambourine Man” de Dylan y le pagó a Apple de los Beatles (a quienes admiraba casi tanto como Dylan) 500 millones de dólares para poder mantener la marca de la manzana mordida.
La vida de las personas excepcionales suele ser compleja, incomprensible, éticamente cuestionable incluso. Ese el punto más difícil de asimilar, que esas personas actúen -porque lo creen o porque lo necesitan- por encima de las reglas que valen para todos los demás.
Pocas veces al leer una biografía de una persona que representa mucho más el siglo XXI que apenas puedo entender que el siglo XX en el que me formé, influyese tanto para acercarme a la comprensión de los mecanismos de la genialidad, de la naturaleza humana y sobre de todo de la increíble capacidad creadora de aquellos que transforman las cosas para siempre. En algún sentido La ironía de todo es que muchos de quienes cambiaron el mundo fueron un grupo de Nerds de Silicon Valey. “The answer, my friend, is blowin’ in the wind”.
Excelente columna Carlos, una persona incomprendida fue Steve Jobs, como todas las que «piensan diferente».
Te sugiero que veas el discurso emitido por este genio en la universidad de Stanford, aunque intuyo de que ya lo habrás visto.
Saludos
Muchas gracias. Me acerqué a la vida de Jobs por recomendación de mi hijo Borja Ignacio. fue un descubrimiento. En efecto el discurso de Stanford es una pieza extraordinaria
Asi como Steve era para la tecnología, Carlos es para abordar temas apasionantes; Bolivia desperdicio a un hombre integro en todo el sentido de la palabra, cuando no lo dejaron gobernar en paz; desde sus programas en la TV nacional, ver a Carlos era como llenar un vacio a esas ansias que tengo de aprender mas y mas…..
Muchísimas gracias por sus elogios, quizás excesivos para mis méritos, pero los aprecio de verdad