La Vida: Piedra Filosofal

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Publicado el 6 de junio de 2010 en Página 7 y Los Tiempos

El dominio mundial de Occidente en todo el siglo XX, definió una mirada eurocéntrica que estableció parámetros de lo que es una sociedad civilizada y lo que es una sociedad primitiva. Esa visión propuso la idea per se de que esos valores, esa visión de la vida, del desarrollo, del salto tecnológico y de la evolución política y social, estaba fuera de discusión.

El planeta debía seguir los ritmos de Occidente y sus parámetros, en tanto estos habían sido y eran exitosos para las naciones más desarrolladas del mundo, que no por casualidad eran mayoritariamente occidentales. Incluso el experimento marxista nació en Eurasia y se impuso en Europa del Este como punto de partida de lo que luego sería la política de bloques que dominó el mundo entre 1945 y 1989.

Paralelamente, la tesis del fin de la historia, planteó la llegada, después de una larga travesía, de la democracia occidental como el modelo ideal, imperfecto por supuesto, pero el más próximo a una estructura política en la que el ciudadano, como entidad inescindible, pero a la vez parte de una comunidad, tenía oportunidad de ejercer sus derechos y su libertad y cumplir sus obligaciones con el todo colectivo. A esta idea se sumaba el pilar esencial de la ley. Una sociedad es lo que es su ley, tanto desde el punto de vista de su filosofía como de su aplicación. La ecuación democracia-justicia era imprescindible y así se consolidó la afirmación de que una sociedad sin justicia era una sociedad sin democracia.

En los últimos veinte años, sin embargo, esas ideas fueron puestas en cuestión. La visión de mundo eurocéntrica era una de varias, no la única, y la teoría idealista de que el universalismo planteaba el imperativo de valores comunes sobre ese modelo, desechó concepciones de vida social, política, económica y cultural que no sólo aportaban elementos diversos y valiosos en sí mismos.

Fue un sacudón  que lo cambió todo. El mundo global descubrió los particularismos y las sociedades de la periferia reivindicaron su propia mirada.   Es imposible pensar el desarrollo planetario prescindiendo de dos terceras partes de la humanidad, no sólo en cuanto a número de habitantes sino en cuanto a la importancia cada vez mayor de las sociedades no occidentales.

Pero la piedra de toque para Occidente fue el fracaso de su modelo de de producción y consumo. Si no se cambia radicalmente ese perverso modelo, corremos el riesgo de desaparecer. La apuesta de Occidente es que, como en el pasado, el ingenio creativo y su capacidad tecnológica resolverán la cuestión, más aún cuando estamos en los umbrales de alterar el “orden natural de las cosas”. Ese orden “inamovible” es movible y lo que ello implica tiene consecuencias impredecibles. Pero esos avances no lograrán resolver el desafío por sí mismos. Es indispensable el diseño de un nuevo paradigma de desarrollo si no queremos perecer.

Pero lo que permanece, es lo referido al modelo político y de justicia. En este punto hay un gran equívoco, presuponer que los derechos humanos son una imposición de Occidente. Los derechos humanos deben enriquecerse y de hecho se están enriqueciendo con el reconocimiento de que hay sociedades que aportan a una vida mejor. La idea de lo “civilizado” y lo “bárbaro” (Occidental) ha cambiado y los estadios de desarrollo tecnológico ya no se pueden confundir con los de desarrollo social. Pero esta verdad no puede cuestionar lo que la especie ha conquistado por siglos. La naturaleza humana en su esencia es igual para todos, igual para los caucásicos que para los amerindios. Si el código genético de un humano es en un 99 % idéntico al de un simio, qué decir del código genético de un ario comparado con el de un bosquimano.

Se debe cuestionar por ello la falsa premisa de que la tradición, los usos y costumbres y los elementos rituales que estos conllevan, justifican la permanencia de acciones que no pueden aceptarse porque están en contra de la piedra filosofal de la convivencia humana, el valor sagrado de la vida. No puede proponerse ningún valor que esté por encima de ése valor supremo. Suponer que matar, torturar o vejar a alguien por motivos rituales, vinculados a una cosmogonía y a unas creencias, es inaceptable. La lectura de nuestra propia historia está contaminada de ese sesgo. No hay ninguna diferencia entre las personas quemadas por la inquisición, basada en la herejía ante la fe católica,  y aquellas sacrificadas en la cumbre de las pirámides aztecas, basada en que el Sol necesitaba sangre humana para iluminar la tierra todos los días.   No hay razón para calificar de modo distinto el significado brutal de uno y otro sacrificio.

El reconocimiento de formas de organización socio-política diversas, no puede cuestionar los valores de democracia y justicia apoyadas en derechos y obligaciones iguales para todos. Podrá concebirse la ciudadanía con mayor o menor énfasis en el valor individual o el colectivo, pero no podrá nunca aceptarse a título de uno u otro valor, el cercenamiento de nuestros derechos esenciales como seres humanos.

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