Publicado en Nueva Crónica N° 62
Hace cien años que Franz Tamayo publicó en El Diario una serie de artículos bajo el título genérico de Creación de la Pedagogía Nacional, convertida luego en un libro capital del pensamiento boliviano.
Quizás lo más interesante de la obra sea el uso de determinadas categorías de análisis, que no fueron otras que la explicación de insuficiencias, logros, desafíos y propuestas, a partir de la estratificación racial. Tamayo desarrolla su teoría pedagógica sobre una búsqueda: la de la voluntad nacional, su fuerza intrínseca, aquello caracteriza a una nación, que construyen su ser y proyectan su futuro. Para ello, apela a la distinción de tres tipos raciales, el indio, el mestizo y el blanco. Como establece Javier Sanjinés, el resultado de esa búsqueda idealizada de aquello que porta nuestra fuerza, es para Tamayo la certeza de que el hombre boliviano debe educarse en función de sus posibilidades, distintas de acuerdo a cada tipo racial. Cree que el modelo ideal es el de un cuerpo indígena con una cabeza mestiza. Vale subrayar aquí la descalificación que hace del blanco de origen hispano. En América Latina el blanco perecerá porque carece de la fortaleza física, la integridad moral y la fuerza creadora que, combinadas, sí podemos encontrar en indios y mestizos, concluye el poeta.
Quién escribía lo hacía en los albores del siglo pasado, bajo la influencia del positivismo, algo del socialismo utópico y sobre todo, el fuerte vitalismo nietszcheano. La interpretación de una sociedad a partir de su composición étnica e influencia telúrica, era entendible entonces. Hoy ese análisis no resistiría un contraste serio, sobre todo tras los avances en los estudios genéticos, la nueva teoría política y social y el cataclismo de la segunda guerra que tanto tiene que ver con la postura de las diferencias raciales y la tesis de la existencia de razas superiores e inferiores. La idea suprema de hoy es que todos nacemos iguales y que la condición humana trasciende las particularidades étnicas.
Pero, ojo, la obra de Tamayo no es un anacronismo cien años después. ¿Es este un motivo de regocijo o de preocupación?
Sus categorías se repiten y aunque parezca inverosímil, son la base sobre la que se ha construido el ideario del “Estado Integral” que hoy rige en Bolivia.
Veamos. La filosofía del Estado Plurinacional está expresada en el texto de la nueva Constitución, con una contradicción de partida que la convierte en una propuesta esquizofrénica de sociedad. Por una parte se adscribe a los textos más garantistas de los derechos individuales y colectivos que se hayan escrito en América Latina, y en eso es plenamente consecuente con los avances generados desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos y su evolución en los últimos sesenta años, pero por la otra, plantea la justificación y la construcción de una nueva sociedad. El suma qamaña que recoge el art. 8 del texto, se basa en el retorno a una lectura de lo humano desde la raza, y en una categorización jerárquica de los componentes y propuestas culturales de las razas-etnias del país (que lamentablemente aparecen como sinónimo en este caso) en la configuración del Estado boliviano.
El preámbulo constitucional en una de sus partes reza: Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes, y comprendimos desde entonces la pluralidad vigente de todas las cosas y nuestra diversidad como seres y culturas. Así conformamos nuestros pueblos, y jamás comprendimos el racismo hasta que los sufrimos desde los funestos tiempos de la colonia.
Al revés de la premisa que aparece en la literalidad del párrafo, lo que hay es una afirmación diferenciadora cualitativamente. Antes de la llegada de los europeos éramos una sociedad en armonía, su llegada destruyó esa armonía y apareció el racismo. Léase, los europeos destruyeron el equilibrio de una sociedad justa e incorporaron la discriminación. La paradoja es que la conclusión inevitable es que los indígenas eran mejores que los europeos.
A partir de esta premisa y de modo consecuente, la Constitución establece diferencias por razones de origen, color de piel y lengua, no en tanto diferentes entre iguales, lo que está fuera de duda, sino en tanto diferentes y no iguales, ya que el hecho de ser indígena o no serlo comporta derechos y obligaciones distintas ante el Estado, y de igual modo da o limita privilegios.
La primera arbitrariedad es la distinción entre originarios y no originarios, al hacer un corte a cuchillo del pasado que se asienta en un año específico, 1535, año de la entrada española a lo que hoy es Bolivia. Así y de forma por demás caprichosa, son “naciones indígena originario campesinas” sólo aquellas constituidas antes de 1535, lo que niega toda posibilidad del reconocimiento de “naciones” después de esa fecha. La Constitución define “nación” como: toda colectividad humana que comparta identidad cultural, idioma, tradición histórica, instituciones, territorialidad y cosmovisión”. Tal concepción obliga a la pirueta del art. 3, que rompe el rigor sociológico al dividir a los bolivianos en tres niveles, el de los indígena originario campesinos, el de las comunidades interculturales (como si la interculturalidad no fuese algo inherente a todos los seres humanos y por tanto imposible como definición exclusiva de una parcialidad), y finalmente, la disparatada creación del tercer nivel, el de los afrobolivianos que, en la lógica constitucional, responden a la idea de “nación”, pero como fueron traídos por la fuerza a nuestro territorio en la colonia, no cumplen la premisa arbitraria antes mencionada y por tanto no son “nación”. Esas son la veleidades de quienes definen “las naciones” con los parámetros del traje que les gusta y no de la realidad que lo confecciona.
De igual modo, la matriz del ideal de futuro es sólo indígena, pues la promoción de los principios ético morales de la sociedad plural expresada en el art. 8, no es plural, pues no hay ningún principio allí recogido que incluya la visión occidental de vida buena, o vida armoniosa, como si Occidente, sus principios éticos y su largo tránsito por las más sofisticadas elaboraciones filosóficas, nada tuviera que ver con nosotros o, lo que es más grave, con valores universales a los que contribuyó de manera muy significativa.
A partir de esa omisión intencionada todo es posible, y así ocurre. Se diferencia la justicia, las autonomías, los derechos sobre los recursos naturales y en ningún caso se integran a una visión colectiva, creando una sociedad de parcelas, de compartimientos estanco, de negación de lo universal por una suma de particularismos que no construyen la totalidad de lo boliviano.
Tamayo, a quien se puede leer en los entresijos de su propio tiempo y en las reflexiones que entonces eran posibles, hizo su lectura de la trama social boliviana con las armas metodológicas de pensamiento con las que contaban. Los ideólogos del “Estado Integral”, en cambio, contando con nuevos instrumentos de análisis y con la oportunidad de incorporar una lectura humanista y universal en la que cabe perfectamente la afirmación de las diferencias y el subrayado de los derechos reconocidos sólo implícitamente en el pasado, prefieren partir de una lógica étnico cultural con un tufo de racismo inocultable, que rompe la coherencia de la propuesta garantista de la primera parte de su texto.
Cien años después de Tamayo, poco o nada se ha avanzado para la construcción de un nuevo paradigma que explique a Bolivia y proponga un pacto social integrador.
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