Publicado en Nueva Crónica, febrero de 2010
El equívoco del “fin de la historia” en ese momento de deslumbramiento inmediatamente posterior a la caída del Muro, condujo a Occidente por el camino errado, la presunción de que esos valores “buenos per se” debían diseminarse como el evangelio.
Fue precisamente entonces cuando cayeron las Torres y se puso en evidencia la extrema complejidad del nuevo entramado mundial, que tras la desaparición de la bipolaridad sustentada en la disuasión nuclear, colocó en el escenario global fundamentalismos de singular naturaleza. El resultado fue un choque de civilizaciones basado en la mutua descalificación de los valores centrales que las sustentaban
Pero, una cosa es la conciencia de que determinado sistema de valores representa un avance para cualquier comunidad humana y otra muy distinta es pretender que ese sistema se imponga por la vía de los tanques, o por la de los atentados terroristas, apoyados ambos métodos en el desconocimiento absoluto de las creencias de sociedades cuya raíz, experiencia histórica y visión de mundo, han dado lugar a una determinada realidad.
América Latina no ha estado exenta de este proceso de transición y de falsa disyuntiva “civilizatoria”. Es hoy el campo de un profundo debate. La novedad –y Bolivia es la probeta del experimento- es la inserción de una mirada culturalista y etnicista a las propuestas de utopía que Latinoamerica ensayó tantas veces en el pasado.
La llegada a la presidencia de Morales Ayma ha permitido, por primera vez en nuestra historia, hacer posible el intento de aplicar una respuesta conceptual que cuestione esa mirada eurocentrista, apoyada en nuevos paradigmas culturales, aparentemente extraídos de la propia experiencia histórica del país.
Poco a poco, los ideólogos de la llamada “Revolución democrática y cultural” local, pergeñan la idea de un “socialismo comunitario” amparado en vaguedades conceptuales de raíz gramsciana (cuyos detalles no han sido aclarados por la didáctica vicepresidencial), una adscripción a la militancia bolchevique y un inserción, desde la mirada de un k’ara (para acuñar términos caros al proceso reinante), en el katarismo. Más allá del debate sobre las verdaderas bases de este complicado rompecabezas de ideologías unidas como un saco de aparapita, hay un elemento crucial en juego, la caracterización de la sociedad boliviana y en particular la que hace el actual gobierno en torno a Occidente y lo occidental. Me eximiría de cualquier consideración la inclusión de dos palabras: gramsciano y bolchevique, para establecer si hay o no una base Occidental en esta propuesta ideológica de confusa gestación, pero a la vez hay una reiteración paradójica que se ha convertido en obsesiva. Negar a Occidente y prescindir cuando no negar explícitamente las raíces occidentales de Bolivia. La confrontación entre Félix Patzi y el gobierno estuvo teñida de un racismo inocultable. En la óptica de Patzi la razón que explica las “desviaciones”, la “corrupción” y las “maniobras” que –en su opinión- desnaturalizan el proceso encarnado por el gobierno, se explican por la presencia de k’aras en el Ejecutivo, no porque los tales k’aras sean malos o sean corruptos o utilicen la maniobra como mecanismo de acción, sino porque son k’aras y esa condición lleva inherente corrupción, maniobra y maldad. Está lógica muestra el grado de desnaturalización dramática y peligrosa de los argumentos que ratifican una línea de pensamiento, un objetivo de construcción de sociedad con exclusiones y un proceso de ruptura racial, superado conceptual y filosóficamente en 1948 con la Declaración Universal de los DD.HH.
Hay una premisa central para el análisis que está deformando peligrosamente la discusión sobre el actual proyecto del gobierno. Se trata de las fuentes de nuestra construcción social. La pretensión errada es que el modelo de valores, derechos humanos e institucionales que se construyó en el siglo XIX y se aplicó de modo relativamente amplio en el periodo 1982-2006, fue impuesto mecánicamente y que en ningún caso respondió al verdadero origen de la sociedad boliviana.
Desde una perspectiva histórica, los tres siglos de colonia española tuvieron una importancia y continuidad (trescientos años), muchísimo mayor que la dominación incaica, tan despótica y colonial como la española sobre la confederación aymara y la confederación charca (menos de un siglo). Sumemos a esto el hecho de que la constitución de culturas anteriores al siglo XII (que incluyen a Tiahuanacu) tuvieron grandes interrupciones y “agujeros negros” no cerrados a una interpretación totalizadora, ya que ni la historia ni la arqueología han resuelto de un modo integral e indiscutible ese largo tiempo como para valorar los componentes básicos de la construcción milenaria del mundo prehispánico y lo que de él nos ha llegado, en buena parte mediatizado por el extraordinario trabajo de recopilación (subjetiva y occidental) de los cronistas españoles.
A esta cuestión se deben sumar las diferencias evidentes de forma y fondo entre el mundo andino y el mundo no andino antes de 1526-1535, en lo que hoy es nuestro territorio.
El experimento de democracia liberal fue aplicado de modo amplio en América Latina mucho antes que en Europa y los aportes teóricos latinoamericanos en filosofía política, constitucionalismo y educación, no son nada desdeñables y forman parte del corpus intelectual de Occidente, del que la región es parte indiscutible. Parte, claro está, a la que se suman los ingredientes enriquecedores, propios e intransferibles. Compartimos en estas tierras y afortunadamente esa “occidentalidad” latinoamericana con los procesos culturales, étnicos, sociales y políticos existentes antes de la llegada de los valores europeos que moldearon en el mestizaje nuestras identidades específicas.
Finalmente, el reconocimiento de la existencia de múltiples y diversas visiones en el mundo sobre cuestiones esenciales, no puede en ningún caso desconocer el hecho de que hay derechos que el ser humano tiene inherentes desde el momento en que nace y que están vigentes y deben respetarse hasta el momento en que muere, e incluso, como hemos podido experimentar con dramatismo en América Latina, después de su muerte. Occidente lanzó desde la Grecia clásica esa idea, pero en realidad lo que hacía era desafiar a la humanidad a mirarse en sus valores intrínsecos.
La consideración sobre la universalidad de los derechos humanos no se lesiona en ningún caso por muy profunda y diversa que sea la especificidad cultural, étnica, colectiva o nacional de cualquier sociedad, sea cual fuere la pluralidad y diferencia de propuestas económicas, políticas sociales y culturales que esta reivindique y aplique.
El corolario es evidente. Si bien es cierto que la mirada dominante occidentalista del pasado era miope, no lo es menos que las premisas del Estado de Derecho se fundan en valores universales, no en valores “occidentales”, y eso quiere decir: independencia de poderes. Irretroactividad de la ley. No se puede ser juez y parte. No se puede limitar el derecho de apelación y, finalmente, no se puede limitar a nadie, ni al peor de los delincuentes, el debido proceso. Ningún Estado por revolucionario y plurinacional que sea puede atropellar estos derechos fundamentales con leyes que destruyen valores democráticos y derechos humanos válidos por igual para un indígena, un blanco y un mestizo, aquí y en Estocolmo.
El llano hecho de que hoy se atropellen garantías, derechos, vulnerando procedimiento y código. Permite verificar que los valores -per se- no solo pueden adaptarse si no que también, y por la generalidad, se corresponden con la idiosincrasia cultural de donde estos valores se fraguan. Empapándolos con la pertenencia e identidad de cánones particulares, de nomenclatura de cierta civilización. Confrontando a su vez los diferentes valores y sus respectivas valoraciones, y renunciando cada vez más a la panacea universalizadora.
De ahí que la providente flexibilidad práctica de la doctrina nos demuestra que una sociedad puede tener un Estado de Derecho aun fuera de las valoraciones occidentales, sin significar que por ello se le atribuya lo universal, más por el contrario.
Es por ello que el Estado de Derecho mal puede ser visto como fundamentado por un constructo valorativo universal. Pues cierto es que los Estados de Derecho en el mundo fluctúan intensidades entre el rigor más republicano de un Estado de Derecho norte americano y su Check and Balance, por ejemplo; ó en el acentuado carácter de un poder de control y verificación propio de los esquemas asiáticos.
Concluyendo en que irresistiblemente los Estados de Derecho universales se funden, nomas, bajo premisas particulares. Y que en el caso boliviano históricamente se tendió por la valoración, no ajena, de lo occidental.
deveria decir kuales son y explikarlos