La Gran Pirámide. Bajo el Ala de la Muerte

Publicada el 6 de noviembre de 2011 en Página Siete y Los Tiempos

Pude mirar por fin las pirámides. No estaban como había supuesto siempre en medio del desierto, no, están ya a las puertas de El Cairo, o mejor, la urbe está a sus puertas. Los diecisiete millones de cairotas viven a sus pies y en pocos años las envolverán completamente.

Es pues una línea cada vez menos clara entre la caótica vitalidad de la ciudad más grande de África y los monumentos más conmovedores que se hayan construido nunca bajo el ala de la muerte. Han pasado casi 4.600 años desde que el Faraón Keops ordenara la construcción de una de ellas y ahí está, inconmovible. Millones de toneladas de roca cortada, trasladada y edificada bloque a bloque, permanecen y nos desafían.

El complejo de Giza que hizo que por lo menos 25.000 personas pasaran gran parte de su vida dedicada a levantar monumentos cuyo único fin era enterrar a unas pocas personas, marca una frontera en nuestro entendimiento, es una afirmación pertinaz del espíritu humano, de la paradoja que lo acompaña desde el día en que sale al mundo y se le corta el cordón umbilical. Desde ese momento en que empieza a morir, su gran batalla es la de la inmortalidad.

El antiguo Egipto, abrumador por su magnificencia cultural, política y social es quizás el mejor retrato de la saga humana y su gran obsesión. 3.000 años que versan sobre el más allá. Nada que no hicieran las civilizaciones posteriores, pero nada tan increíble y tan sostenido en un tiempo que supera en 1.000 años la era cristiana, en la que hemos visto aparecer y desaparecer imperios en periodos que para el tiempo egipcio a veces no alcanzan a una sola de sus dinastías.

¿Por qué construir un coloso de tal magnitud sólo para pasar el trance de la muerte? Porque la muerte es el gran enigma, resolverlo ha sido siempre la más importante tarea que nos hemos propuesto y casi siempre, por diferentes caminos, la respuesta ha sido que el más allá existe. Keops y su estirpe prepararon su vida entera y usaron de todos los recursos humanos, económicos  y técnicos de que disponían, con el sólo objeto de prepararse para ese segundo. Mientras millones de edificaciones pensadas para la vida no son ya nada, Las tres pirámides que miran siempre al sol, están allí. Lo estuvieron para Herodoto y para Napoleón, y para mi, y como yo, para millones que las vieron.

Keops creía ser, igual que los emperadores aztecas e incas, un dios o alguien muy próximo a dios. Ser dios es ser inmortal. Todo el debate religioso de lo humano está en ser como ángeles o como demonios, o representantes de dioses, o sus hijos, o dioses sin más. Todo nos acerca a esa pulsión obsesiva de trascender. Para algunos se trata de salvarse o condenarse, para otros simplemente de prolongarse a otro mundo, para muchos una eternidad confusa entre la infinitud y las horas incontables. La vida como una estación entre dos estadios, como una ilusión, un parpadeo, un paso necesario. La vida como promesa, o sólo como un amago.

No fue absurdo para el Faraón construir su gran tumba, no sólo para ayudarlo a transitar los seis cielos que eran la antesala del séptimo, el verdadero, el definitivo, sino porque la sangre que amasó muchas de las piedras que levantaron este edificio casi perfecto, se ha convertido en un recordatorio también paradojal, el de la grandiosidad en si misma, la pretensión de que todo es posible, el triunfo de la voluntad, un guiño a la eternidad. Ahí está la Pirámide por generaciones y generaciones. Pero es a la vez un guiño altanero en medio del transcurrir sideral e inconmensurable que nos domina.

La muerte remite irremediablemente a la divinidad, a la grandeza de quien hizo posible la vida, pero lo mezcla todo.  A pocos kilómetros de Giza, en medio de la algazara de bocinas, basura acumulada y el movimiento fascinante de sus gentes que aparenta ser perpetuo, está otra ciudad, llamada de los muertos, aquella en la que los vivos decidieron invadir un gran cementerio y vivir sobre las tumbas, con ellas, a su lado, quizás debajo. El lejano perfil de las pirámides no arredra a los moradores de la ciudad de los muertos, cuya trascendencia es más simple y terrenal, sobrevivir cada mañana.

Y en todas partes, como agujas clavadas por siglos, se divisan entre la bruma de la arena y la contaminación, los minaretes desde los que cinco veces cada día se oye el canto hondo de la llamada a la oración de los devotos musulmanes que quieran detener su ajetreo para recordar que Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. El Faraón Akenaton, 1.900 años antes de Mahoma hizo una revolución y afirmó que había un solo dios, Atón. Fue un breve pero premonitorio periodo. Desde las mezquitas, o las iglesias, o las sinagogas, se predica la verdad y con aterradora frecuencia, desde siempre, se mata y se muere por defender esa verdad que se predica.

Hoy, los menos en este planeta, creen que antes del primer vagido no había nada y que después del último aliento nada habrá. El enigma –personal e intransferible a fin de cuentas- no cambiará la paradoja. La Pirámide es el más estremecedor de los caminos  para saberlo. Mirarla sobrecoge porque no es ni más ni menos que un metrónomo del Tiempo con mayúsculas.

1 comentario en “La Gran Pirámide. Bajo el Ala de la Muerte

  1. Muy interesante el artículo, lamentablemente a lo largo de la historia de la humanidad la religión, en todas sus manifestaciones, han doblegado la verdad, la ha hecho suya y a su nombre a justificado todo tipo de atrocidades contra el ser humano, cuya única falla fue pensar diferente. El día que dejemos de creer en la existencia de divinidades y nos demos realmente cuenta de que nada extrasensorial existe, ese día el ser humano será libre.

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