Reforma Agraria, Carmen Soliz y un libro ejemplar

Carlos D. Mesa Gisbert

De las más importantes medidas tomadas por el presidente Paz Estenssoro y el MNR en el periodo 1952-1956, sin duda las más relevantes para la historia son el voto universal, la reforma agraria y el código de la educación, a despecho de la nacionalización de las minas, pensada entonces como la acción estrella de lo que ese gobierno definió como la “liberación económica” de Bolivia.

La reforma agraria, cuyos alcances son parte no solo de la historia sino también del presente, ha sido objeto de numerosos estudios, balances, elegías, críticas, denuestos y conclusiones “definitivas”. El mundo académico en particular ha aportado una abundante bibliografía nacional e internacional con enfoques diversos según el momento de su publicación. En el periodo 1953-1970 fuertemente influidos por el impacto estruendoso de la acción promovida por el partido de gobierno. A partir de 1970 y hasta hace pocos años, fuertemente críticos con el MNR, atribuyendo prácticamente todo el mérito a los movimientos indígena-campesinos y reduciendo notablemente el reconocimiento a los ideólogos y actores del proceso que dio lugar al decreto supremo (en realidad un documento con características de ley) del 2 de agosto de 1953.

Es en ese contexto que se debe considerar Campos de revolución de Carmen Soliz (Plural 2022). Se trata del estudio más consistente y coherente de los que conozco en torno a una cuestión nodal de la construcción del país, la de la tierra. Con total pertinencia el subtítulo de la obra reza: Reforma agraria y formación del Estado en Bolivia 1935-1964, porque es de eso precisamente de lo que va la obra, en consonancia con la importancia de lo que significó 1952 para la formación del Estado boliviano. 

Soliz parte de la dramática realidad del manejo, administración y propiedad de la tierra en Bolivia desde las medidas de Melgarejo y Frías (1866-1876), conocidas genéricamente como de exvinculación, que marcaron el momento de mayor apropiación y expoliación masiva de tierras por la elite gobernante, profundizadas en el periodo liberal (1899-1920). 

La investigación establece con claridad el cuadro de situación en el periodo pre-52 que permite ratificar las increíblemente asimétricas relaciones de trabajo en las haciendas de altiplano y valles y los mecanismos de brutal explotación de colonos y campesinos “arrimados” (uso uno de los muchos términos citados por la autora que definen particularidades del trabajo de campo en la época) por parte de hacendados y mayordomos. Pero marca además las propuestas y respuestas a esa situación en la doble ruta de “abajo hacia arriba” y de “arriba hacia abajo”, que ensayó la sociedad boliviana.

Soliz retrata a las elites terratenientes y la coartada de la modesta modernización, mecanización e inversión de los propietarios como justificativo de esa apropiación, subraya en ese escenario el poder decisivo de la Sociedad Rural Boliviana (y sus brazos más fuertes en Cochabamba y los Yungas) como brazo activo de consolidación y defensa de los intereses de la gran hacienda. 

El debate planteado entonces (1930-1952), ya incubado desde el comienzo de la República, fue el del llamado “problema del indio” (cuyo contenido racista salta a la vista) que conllevaba la cuestión agraria como asunto crucial de la construcción nacional. Podríamos decir que las preguntas básicas eran si se podía y debía construir el Estado nacional con el indio, contra él, a pesar de él, sobre él o sin él.

A partir de tan álgida cuestión Soliz confirma una evidencia, la ruta de reivindicación en lo que toca al siglo XX tuvo hitos fundamentales en los levantamientos indígenas de 1899, 1921, 1927 y 1947. Sobre esos momentos enlaza una ruta de adecuación histórica de esa representación-acción de los indios a partir de su relación con el Estado. El “lazo” colonial con los caciques reconocidos por la corona, los caciques apoderados en la República y la formación de estructuras, que parten del vínculo anterior a la colonia en las formas de organización histórica, hasta llegar a los sindicatos campesinos en el filo del propio proceso de 1952. El Estado, por su parte es inicialmente promotor y/o funcional a los patrones de hacienda, pero ante la fuerza de los hechos se va acomodando poco a poco a la evolución de las ideas “progresistas” en una ruta pendular -fuertemente condicionada tras la debacle de la guerra del Chaco- en el periodo liberal-republicano (1899-1935) y en el nacionalista-conservador (1936-1952). La autora se atiene a las pruebas de sus fuentes y hace un recuento de la sindicalización oficializada por Toro, el reconocimiento de la tierras de comunidad por la Constitución de 1938 (Busch), la  creación del Banco Agrícola y la Corporación Boliviana de Fomento en el gobierno de Peñaranda, el Congreso Indigenal con Villarroel, a la vez que los procesos de “colonización” de tierras bajas propuestos en el plan Bohan. En un ir y venir de medidas y contra medidas, recuerda las normas regresivas y favorables a los intereses de los propietarios con Quintanilla y la fuerte represión anti indígena en los periodos de Hertzog y Urriolagoitia.

Otro asunto esencial tocado en estas páginas es el de la caracterización del desafío a lograr por los indígenas, que para unos era la educación y para otros el acceso-tenencia de la tierra. Pero el corazón de la obra es discernir si la reforma agraria de 1953 fue el producto de una acción revolucionario desde el Estado y quienes lo conducían o si, por el contrario, fue el resultado de una ruta de luchas, reivindicaciones, demandas y acciones de los indígenas. Haciendo honor a la implacable fuerza de las fuentes  generales y particulares en varias áreas geográficas del occidente del país, la conclusión de Soliz ratifica que no se trata de un mundo en blanco y negro. Como ha ocurrido en la mayoría de las políticas públicas implementadas en nuestra historia, su aplicación fue resultado de una realidad-problema determinada a los que el Estado debió responder. Esa respuesta depende del talante de quien gobierna. Soliz caracteriza al MNR y a su principal líder, Víctor Paz Estenssoro (el del periodo 1952-1964) como moderados, obviamente en el contexto de una transformación estructural muy profunda. Destaca, sin embargo, que salvo el POR, el partido de gobierno fue consolidando sus ideas en torno a la cuestión de la tierra de modo cada vez más lúcido en el periodo 1943-1952, e incluso desde las intervenciones parlamentarias de sus representantes pocos años antes.

La reforma agraria que tenía que ver con un programa de expropiación y redistribución de tierras con una determinada compensación a los expropiados, se perfiló en los términos del extenso decreto de agosto de 1953, pero se concretó en lo que de hecho ocurrió tras su promulgación, no necesariamente igual a lo regulado por lo legislado. Su drasticidad tuvo que ver con la dinámicas y claridad de acción de sus llamados “beneficiarios”. La dimensión y sus alcances fueron moldeados por sus dos protagonistas, gobierno e indígenas. Estos últimos completamente empoderados a partir del mecanismo del sindicato, entendido como una fuerza organizada y de decisión y -esto es lo importante- vinculada de diversos modos con las estructuras históricas de los caciques apoderados. De ese modo, el gobierno de Paz y sus autoridades regionales y locales, se movieron a distintas velocidades, desde la moderación hasta la radicalidad, según fuera el lugar y la circunstancia, acomodando sus respuestas a las demandas o a las acciones ya consumadas de los “beneficiarios”. Es interesante el seguimiento que hace Soliz, con ejemplificación notable de casos que lo prueban, de la diversidad de resultados en las expropiaciones según quien y según como (mayor o menor iniciativa de los indígenas, mayor o menor astucia de los expropietarios, mayor o menor apego a la letra muerta de la ley por parte de las autoridades).

Un elemento notable del libro tiene que ver con las diversas formas de distribución 

de las tierras otorgadas. Desde la propiedad individual a los excolonos, el 

reconocimiento de la propiedad comunal, el otorgamiento de tierras a los sin tierra y la 

cada vez más diluida condición de compensación que -de hecho- se tradujo casi 

exclusivamente en las proporciones muy diversas de propiedad reconocida a en las 

haciendas confiscadas a sus expropietarios. Soliz demuestra, por ejemplo, que el 

gobierno destacaba con bombos y platillos las acciones que estaban en línea con su 

premisa “la tierra para quien la trabaja”, pero que su entusiasmo era mucho menor 

cuando se trataba del otro principio “la tierra a sus antiguos dueños” que fue la 

reivindicación de los propietarios colectivos de tierras de comunidad pre-coloniales. 

Baste decir que un decreto de Paz E. de 1954 que reconocía ese derecho, pasó casi 

desapercibido hasta hoy.

Soliz subraya que Zárate Wilka, Santos Marka T’ula, Luis Ramos Quevedo o Chipana Ramos expresaron, como líderes indígenas, un movimiento imparable y creciente “desde abajo” que hizo posible la reforma agraria tal como se hizo y no necesariamente tal como se concibió “desde arriba”. En esa dimensión no es poco importante el énfasis de la autora al hecho de que los gobiernos militares tras el golpe de 1964 (Barrientos y Banzer) no sólo no revirtieron la medida, sino que la legitimaron con su adhesión, se asumieron sus herederos y ampliaron sus alcances de otorgación de tierras. 

La constatación final de esta lectura es que no hay proceso histórico de magnitud que pueda describirse o calificarse en una dirección unívoca. La reforma agraria de 1953 se hizo cuando y como se hizo en una camino de ida y vuelta, por las demandas y acciones de los indígenas que lucharon por sus tierras desde el periodo colonial y las respuestas de un gobierno que, finalmente, concretó una ruta estatal inaugurada con claridad en la posguerra del Chaco y que devino en un momento definitivo de la historia nacional. 

Campos de revolución es un libro ejemplar por su erudición, su seriedad investigativa, su diálogo con grandes trabajos anteriores sobre el tema, sus observaciones sin complejos ideológicos a afirmaciones equivocadas del pasado y, sobre todo, por su gran honestidad intelectual.    

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