Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 16 de enero de 2011
Aprovecho mi breve estancia académica en Barcelona, gracias a una invitación de la Universidad Pompeu Fabra, para reflexionar sobre asuntos que me devuelven a cuestiones distintas de las de la política.
La lectura de La Teoría del Todo de Stephen Hawking a propósito de la de la relatividad, me confronta de nuevo con una de las reflexiones humanas más recurrentes, el tiempo. En el infinito universo (la palabra infinito cobra sentido precisamente en este contexto), la dimensión del tiempo y del espacio no sólo que cambian sino que pierden relevancia, lo único que importa es la velocidad. A la velocidad de la luz, es decir a una velocidad real alcanzada por partículas (o lo que se llamen) que la conforman, un segundo se queda congelado, el tiempo literalmente se detiene.
El tiempo –es obvio- es una convención humana basada en referentes que le dan sentido, nuestro propio transcurso vital, pero que quedan relativizados en la vastedad de un mundo cuya proporción supera cualquier posibilidad de mensura humana. Cuestionado el tiempo se pueden cuestionar dos de sus puntas, la de la trascendencia; la inmortalidad o la mortalidad, los entresijos del debate sobre la existencia del alma, y la otra, la de la intrascendencia. Ocupémonos de esta última. Igual que en las profundidades del cosmos, el tiempo humano tiende a acelerarse sin tregua, esa aceleración es inversamente proporcional a la profundidad, a la relevancia, a lo que tradicionalmente hemos considerado importante. La conclusión es que nada es importante y todo es importante. Esa es la forma de encarar la vida de los jóvenes de hoy. Esta generación desecha la tradición, recela de la historia y cree que todo es cuestionable. No es que reniegue del mito y el rito, es que, como todo en su vertiginosa vida, el mito y el rito son efímeros, intercambiables, desechables. El tiempo de hoy es desechable como los envoltorios de los objetos que se compran todos los días. Con ese ritmo lo que cabe es estar “in” o estar “out”. Pero ocurre que, a diferencia del pasado, el “in” y el “out” son tan breves que antes de darte cuenta, un grupo musical de moda ya pasó. De hecho la palabra ya no es moda, es “tendencia”. La ropa de hoy aparentemente caótica, aparentemente amorfa, tiene sus códigos, ya no se trata de una prenda o un tamaño o un color, se trata de cómo te pones la polera, a que altura está tu pantalón, cuán “viejas” están tus botas, como combinas (sin combinar) lo que vistes, signos en suma. Es curioso, pero entre los signos más fuertes de estos tiempos, no los de una generación, ¡faltaría más!, sino los del hoy pasajero, está paradójicamente el de los tatuajes. En teoría un tatuaje es una marca que durará toda la vida, podría pensarse en consecuencia que una persona reflexionará largamente antes de grabárselo en la piel, pero no es así, se hace uno y dos y muchos, hasta eventualmente cubrirse el cuerpo entero (siempre me imagino a esa persona a los ochenta años con los tatuajes arrugados y descolgados). Es que no importa, no es relevante, entre otras cosas, supongo, porque los métodos láser de remoción se perfeccionarán tanto que muy pronto sacárselos será más fácil que ponérselos. El tatuaje que era ritual, que señalaba una cultura, una visión de mundo o un cierto tipo de marginalidad, hoy, igual que la cara del Che, o la palabra “liberación”, no indica nada más que un gusto, una “tendencia” que, como todo, pasará. La adscripción de identidad a un determinado movimiento que antes comportaba un compromiso profundo y frecuentemente irreversible, se toma con cierta despreocupación. Esta es una sociedad que ha roto los tabúes, pero no en tanto trasgresión, sino en tanto aligeramiento de la carga.
He discutido esto con mis hijos. La primera tentación es comparar y calificar entre tiempos mejores y peores. Ambos me han convencido de que esa valoración está en si misma equivocada, no hay tiempos mejores ni peores. Desde la óptica de alguien que se acerca a los sesenta eso es difícil de asimilar, pero debo reconocer que es verdad, otra cosa es si este tiempo que vivo me gusta o no, lo que por subjetivo no es relevante. La prueba del argumento es muy simple, el mundo de hoy es el producto del mundo de ayer, es su resultado, su consecuencia. Es parte además de una secuencia casi infinita de generaciones. Estamos donde estamos por lo que antes hicimos. Ya lo decía Mafalda -no voy a apelar a Nietzsche que sería lo “in”- cuando su papá miraba a unos hippies en la calle y protestaba “¡Esto es el acabose!”. No, retrucaba la niña, “esto es el continuose del empezose de ustedes”. Es verdad, me rindo ante la evidencia.
La reflexión sobre el tiempo parecería por ello menos preocupante de lo que ha sido a lo largo de la historia un asunto comprensiblemente recurrente, pero me temo que no lo es. Hay un instante, con o sin teoría de la relatividad, con o sin un aceleramiento de la “temporalidad”, aquel en el que viviremos el intransferible final de nuestro ser. Aún suponiendo que se mire como una “tendencia”, ocurre que entonces termina para cada uno y de forma irreparable nuestro estar en esta dimensión tal como la conocemos, y eso, supongo (espero), no es poco.
Jejeje «el continuose del empezose» jejeje. Mafalda me gusta. Como a ella, nunca me gustó la sopa.
Sin embargo durante 20 años siempre comí sopa para que mis hijos no le tuvieran tirria. Hice un esfuerzo grande. Ellos aman mis sopitas. Yo ya no tomé mas sopa durante los últimos diez años y soy más feliz.
Creo que la relatividad del tiempo está inmersa en la relatividad de la importancia de la sopa. Para mi ya no tiene importancia ninguna, mientras que para otras miles de madres todavia significa algo.
Lo mismo pasa con la violencia por ejemplo. La que empezó Evo Morales hace 25 años, tres años después de la muerte de la UDP, para él es relativamente sin importancia. Sin embargo, como todos nosotros le hemos dejado ejercer su violencia callejera, sacarnos de nuestras vidas tranquilas, hacernos vivir mal durante tanto tiempo, la violencia callejera ahora es aceptada como algo casi «normal». Acciones que antes jamás se hubieran aceptado, ahora son pan de cada día.
El «empezose» de la violencia de Evo, que después se convirtió en violencia masista, ha sido el «acabose» de nuestra paz familiar. Yo escapé hace 15 años de la violencia callejera de él y me fui a vivir a Tarija. No es justo, ni es cabal, que me hayan filtrado de esa forma.
¿Habrá un «continuose» de semejante violencia callejera? Porque de ser así, cada vez se irá haciendo más «normal» el tomar revancha matando, hiriendo físicamente o bloqueando (para mi bloquear es sinónimo de secuestrar voluntades) a quienes ya no son opositores sino enemigos.
Es más, mi pregunta es, ¿Porqué considerar que la violencia que hoy en día existe es permisible? No. Para mi sí hay tiempos mejores y peores, y la medida de mejoría o peoría es el nivel de violencia que es socialmente aceptada en cada uno de los tiempos que vayamos a examinar.
La violencia para mí, ya sea doméstica, callejera, política, o de maleantes, es total y simplemente INACEPTABLE.
Por eso creo que por lo menos en Bolivia, sí hubieron tiempos mejores, que no fueron del todo buenos, pero que eran menos violentos. Ahora nos toca crear un «empezose» de la no violencia, y educar a nuestros hijos para que hagan un «continuose» no violento y de amor a la vida que dure por lo menos tres generaciones. Eso es lo verdaderamente responsable y relevante.