Publicado en Nueva Crónica en noviembre de 2010
Los fuertes sacudones políticos que trastocaron completamente el panorama del país en el periodo 2000-2006, generaron una dinámica de tal intensidad que los hechos casi siempre tuvieron que asumirse cuándo estaban ya desencadenados o aún después de que habían ocurrido. El resultado fue un giro dramático en nuestra brújula histórica.
Esos remezones de la última década en el interior de una sociedad acostumbrada a la inestabilidad y a la incertidumbre, llegaron irónicamente cuando se suponía que, desde el nacimiento de la democracia en 1982, comenzábamos a tener ciertos patrones de certidumbre.
De pronto, el orden se vio totalmente subvertido. ¿Por qué?, porque el camino de la consolidación social y económica no estuvo bien encarrilado. Quizás la paradoja mayor sea que cuando pareció haberse encontrado una respuesta estructural, capaz de dar el gran salto de cambio del modelo socio económico fundado en 1952, las fuerzas sociales, desatadas precisamente en ese momento de la historia, habían llegado a una madurez distinta a la de quienes les propusieron una receta de futuro que parecía la idónea.
Este traumático golpe de timón se explica por la existencia de dos caminos paralelos que no se tocaron y que no fueron capaces de engarzarse realmente en el largo periodo que media entre 1952 y 2003. Vivimos todo ese tiempo entre dos mundos que no llegaron a integrarse nunca, sobre el espejismo de que el camino de esa integración ya se había dado. No se trata de hacer una descalificación, ni una negación, menos aún presuponer que eso demuestra el gran fracaso de quienes encararon a lo largo de seis decenios el desafío de construir un país capaz de responder a la búsqueda del bienestar y la felicidad (el “vivir bien” como una utopía vigente), sino, por el contrario, de lo que se trata es intentar explicar que lo que ocurrió es que el proceso de concreción de un corpus social en Bolivia, tenía que pasar inevitablemente por la resolución de la cuestión étnica y cultural. El etnicismo no era un artificio, era una realidad. Lo era porque la acción histórica republicana al haber quebrado completamente los nexos entre mundo occidental y mundo indígena, y al haber remachado el modelo de dominación colonial con el agravante de la incomprensión de que, aún en esa lógica, los vasos comunicantes eran indispensables, dio lugar a la profundización de la ruptura. El país se debatió entre 1825 y 1952 en una esquizofrenia que aparentemente fue resuelta con la Revolución.
La rueda que se movió en todo ese periodo mostró una secuencia interminable de levantamientos indígenas y acciones represivas para contenerlos. Lo que no se acabó de entender es que esos levantamientos no estaban referidos exclusivamente a la búsqueda de reivindicaciones dentro de un determinado Estado y sus reglas, sino que intentaban la reconstitución de un espacio histórico anterior y radicalmente diferente. El gran levantamiento de 1899, uno de los ejemplos que mejor ilustra este proceso, iba en esa dirección. La resolución expeditiva de Pando que descabezó violentamente el movimiento liderado por Zárate Vilca, fue la comprensión de una elite de que lo que estaba en juego era la imposición de un proyecto histórico sobre otro, no la simple repetición de un acto de opresión, o de traición, o de discriminación.
Cuando advino la Revolución se abrió un espacio crucial, el de la autoconciencia a través de instrumentos de pensamiento que les habían sido vedados a los indígenas en el pasado. Causa y efecto: En1979 se creó la CSUTCB, ya había surgido el movimiento katarista y se estaba incubando el radicalismo de los ponchos rojos y el EGTK. No estábamos viviendo el avance de un entramado para el cierre de una deuda histórica, en el sentido de cerrar las heridas en una nación que se concebía como tal. El problema de fondo era otro. Nunca las propuestas de futuro habían coincidido en lo profundo. Por eso, es imprescindible entender que Túpac Katari llevó adelante en 1780 una acción militar para aniquilar cualquier posibilidad de Estado tal como hoy lo conocemos. Eso lo diferencia totalmente de la gesta de 1809-1825. El proyecto criollo se impuso sobre el proyecto indígena y es por eso que se fundó la República. El 52 no logró asentar, desde una integración democrático-popular, ese imaginario en los Andes, y tampoco lo consiguió el Estado democrático de 1982. El desafío indígena había sido mal comprendido y mal leído por nuestros grandes pensadores. La ruta de reflexión que encaró Zavaleta, para mencionar a la figura señera del pensamiento social boliviano contemporáneo, pecaba de una insuficiencia básica; el marxismo había copado el método y había distorsionado las premisas y las conclusiones. Como ocurre frecuentemente, es sobre el equívoco que se siguió elaborando la historia y se desarrollaron los grandes proyectos políticos. Por eso el gran salto conceptual que representó para la nación la propuesta reformista de 1993, fue el último intento desde la visión “moderna” por proyectar un futuro sobre una línea cuyas insuficiencias databan de muy atrás.
No es esta una valoración sobre lo obvio. “Estuvo bien”, o “estuvo mal”. Es la constatación de que los gestores de la propuesta y su aplicación no entendieron del todo lo que ocurría. Precisamente en los noventa el pensamiento del “otro” estaba ya maduro y su masa crítica había llegado a un punto de ebullición adecuada. Lo que vino después no fue sólo la cadena de errores de la punta de la pirámide política, social y económica, sino lo inevitable y lo necesario, el comienzo de una resolución de escenario que podía haberse dado por la vía del katarismo original (el de Tupác), o por la vía de una integración que sintetizara la Bolivia de comienzos del nuevo siglo. Entiéndase bien, el término integración en este texto no alude al “modelo 52”, alude a la construcción de una nación que incorpora irreversiblemente la pluralidad. Un “nosotros” de muchos pueblos, culturas, lenguas y cosmovisiones (no necesariamente una nación de naciones).
La reformulación de la premisa histórica le tocó a quien le tocó y como le tocó, con todo lo que ello tiene de confuso, autoritario y esperanzador a la vez. Pero, más allá de la circunstancia, de las personas y de la coyuntura, finalmente encontramos la naturaleza del problema. El estallido de 2003 y la bisagra 2003-2006, reencauzaron no sólo la discusión teórica, sino que pusieron sobre la mesa lo que siempre debió estar sobre ella.
El proyecto estatal de hoy tiene una virtud, centra a los protagonistas, los coloca en los espacios adecuados para conseguir –pregunta a la que le falta mucho aún para ser totalmente respondida- la construcción totalizadora de una nación en la que el “todos” sea un “todos” real. Los tiempos debieron acelerarse, pero probablemente teníamos que transitar ese largo desierto (que aún no ha terminado) para llegar donde llegamos. Es difícil suponer que en 1952, 1982 o 1993 todos hablaran con la misma fuerza y desde su real y original perspectiva. El pensamiento indígena no estuvo expresado desde lo indígena porque, salvo contadas excepciones, no podía estarlo sin un Código de la Educación (1955) que la universalizara, sin un acceso a la enseñanza secundaria y universitaria, que recién comenzó a producirse al inicio de los años sesenta del siglo pasado y se masificó al final de la centuria. Esa era una condición imprescindible para contar con lo que hoy contamos.
Era el pensamiento desde sus actores lo que no se tenía, y cuando se tuvo, recién pudimos hablar de que había llegado la hora de resolver la vieja cuenta de la historia.
Hay aquí, sin embargo, un problema. Esa vieja cuenta está siendo saldada de un determinado modo, porque aún no se ha resuelto cuál es verdaderamente el objetivo último de quienes expresan el pensamiento indígena. Valga decir, para no perder de vista la cuestión, que ese pensamiento no es (ni debe ser) esgrimido necesaria y únicamente por indígenas, pero sería un grave error presuponer que en el debate, dado el proceso de desarrollo de quienes hasta 1952 no había tenido sino acceso liliputiense a la educación, era posible otra respuesta que la que entonces se dio, por cierto con gran lucidez. Ese es precisamente uno de los puntos cruciales. Que el pensamiento y la acción de ese proyecto histórico sea exclusivamente katarista, sería aceptar que la utopía insurreccional de los indígenas para la recomposición de un viejo “habitat” histórico tiene sentido, lo que supondría una nueva equivocación en la lectura del presente boliviano.
Ese es el quid de la discusión que se hace por primera vez desde el centro del poder, y que al estar en medio de un huracán de contradicciones no se ha resuelto todavía. Fuerzas importantes del gobierno apuestan a que esa utopía es posible, o cuando menos que ese modelo basado en un conjunto de valores “puros” puede ser el móvil de la construcción de una nueva hegemonía y de un Estado supeditado a ella.
Invirtamos los términos de la reflexión. Corremos ahora el riesgo de que la incomprensión de lo que debía hacerse en 1825, que devino en el avance incompleto y francamente mutilado del cuerpo social boliviano, sea ahora el que explique porqué seguimos colgados en una tensión que amenaza todos los días con estallar. La diferencia no es sólo de ciento ochenta y cinco años, sino que está sobre todo en las condiciones objetivas que tenemos en la mano, tanto dentro del país como en la necesidad de ver a Bolivia como parte de un contexto internacional, cuya influencia cotidiana es inescapable para el diseño de lo que queremos ser.
La naturaleza de lo que debe hacerse está condicionada por la mayor o menor claridad del proyecto. Lo que no se ha resuelto es eso. En apariencia, estamos desarrollando un modelo, pero ese modelo está en plena discusión interna en el seno del MAS. Ahora bien, suele ocurrir -pasó en todos nuestros momentos definitorios- que la realidad es la mejor consejera. Atempera e impone las condiciones que lo práctico demanda. Esas tensiones deben enfrentar algo obvio. Una parte más que significativa de la sociedad boliviana ha construido un camino cuyos referentes están totalmente desligados de la utopía arcaica. El país del 52 no está más, hoy hemos conquistado una gran parte de la totalidad de nuestro territorio, hemos vivido migraciones internas que han modificado el mapa demográfico y cultural, la movilidad social se ha intensificado muchísimo y el proceso vertiginoso de urbanización ha generado un mapa totalmente nuevo en el que, más allá de las consideraciones puramente ideológicas, no hay ya correspondencia entre lo indígena y lo no indígena en términos absolutos. Sería una gran equivocación, por ello, suponer que la naturaleza de las cuestiones a resolver es hoy la misma que ayer. Otra paradoja, la mirada étnico cultural que no se tuvo antes de 2003, puede ser una trampa hoy si se usa sólo ese elemento para proponer lo que vendrá. Esa es la nueva tensión. Una vez entendido, por la fuerza devastadora y de huracán de quienes irrumpieron en un escenario que les era legítimo del modo en que lo hicieron, que el eje de las ideas ha cambiado, los presupuestos son nuevos y lo que se debe encarar plantea una nueva complejidad.
No se puede, en consecuencia, buscar propuestas desde el katarismo, como no se puede hacerlo desde el 52, pero sí es posible y necesario encadenar las transformaciones democráticas del 82 y el 93 en este nuevo escenario. Es urgente dejar de satanizar momentos y personas. Tardaremos todavía para que eso ocurra, pero ocurrirá. De hecho, el vínculo en el proceso social y económico entre el 93 y el 2006 es mucho más fuerte de lo que a muchos les gustaría y eso está bien, porque a esa propuesta le faltaba el ingrediente de su vitalidad humana, de la horizontalidad, de la irrupción popular, no en el sentido demagógico de cómo se define lo “plebeyo”, sino en un sentido menos épico pero más promisorio, una sociedad que se mueve, que se transformar, que se reacomoda.
Lo que también queda pendiente de resolver es el gran desorden, pero esa es otra historia.