Publicado en Página Siete y Los Tiempos el 3 de octubre de 2010
Vivimos tiempos de confusión, de palabras mezcladas, de valores alterados, en los que ya nada tiene un sentido claro ni una dirección ética que pueda ser aceptada o entendida de modo universal.
Las palabras comienzan a perderse en el laberinto de los equívocos y, lo que es peor, en las lenguas que trastocan significados, que ensucian sentidos, que disfrazan, ocultan y cambian para peor.
Vivimos tiempos de intolerancia bajo el disfraz de una democracia que poco tiene que ver con su esencia, que pretende legitimidad a fuerza de gritos, amenazas y el ejercicio desembozado de un poder que se exhibe con obscenidad. Una democracia amparada en la fuerza no en las razones justas, ni en el buen sentido, ni en el respeto al otro.
Los que gritan más fuerte y esgrimen las heridas en sus cuerpos se creen con derecho a apropiarse de la voz de todos, a marcar la norma, a definir la verdad y condenar la mentira. Verdad y mentira cuyo valor objetivo es el de su simple afirmación. Es cierto porque ellos lo dicen, es legítimo por un color de piel, por un pasado injusto, porque han santificado a lo atrabiliario y lo violento, porque han convertido la balanza de la justicia en una imagen.
¿Qué balanza? ¿Qué justicia? La única posible, la de la horca, por hoy metafórica.
Lo que ayer nos parecía injusto, intolerable e ilegal, es hoy moneda corriente. Cuando este proyecto de poder comenzó, éramos dueños de nuestra casa, la de nuestros derechos, nuestra palabra, nuestra dignidad y nuestra conciencia. La imagen vale. Comenzamos defendiendo el derecho de habitarla porque es nuestra esencia. Al principio se tomaron el hall de ingreso, luego la sala de recepción, más tarde el comedor y la cocina, luego el baño de visitas, ahora están a punto de entrar en los dormitorios. No pasará mucho tiempo antes de que también los tomen y si por milagro protegemos uno de ellos ¡nos sentiremos muy bien pagados!. Lo habremos perdido todo, o casi todo y lo insólito será que creeremos -en nuestra inermidad y en esta locura colectiva- que será de agradecer que además no estemos presos.
Eso es el autoritarismo, el mundo al revés. Las buenas razones en función de malos propósitos. ¡Y nadie hace nada! Lo peor de todo este sainete de la historia es que lo evidente parece estar oculto bajo varios velos, lo obvio no se quiere ni ver ni oír ni sentir. Este ruido ensordecedor que tapia paredes, cercena cuerpos, cierra bocas, nos está convirtiendo en ciegos y en sordos.
Pero nada hay que le podamos reclamar a este poder inmisericorde, nada, porque no hacemos otra cosa que no sea lamentarnos en voz baja, mascullar de modo estéril, presumir que los de fuera son quienes deben resolver nuestros entuertos.
Una sociedad que no es capaz de organizarse con un poco de dignidad, hacerlo colectiva y democráticamente, no tiene derecho a quejarse de nada de lo que le pase.
Las voces amargas y aisladas, que como el coro griego repiten la letanía de las sombras que se ciernen sobre el escenario, no son suficientes, porque el coro no interviene en la tragedia, la preanuncia, la conoce, la sufre incluso, pero no puede modificar lo que ocurre en el gran teatro, en este teatro en el que la comedia y el drama se han mezclado, en la que los histriones dominan con la retórica hueca cargada de revanchas, de vacíos de alma, cargada de una insaciable ansia de tenerlo todo.
Por momentos uno se pregunta si lo que ve es un espejismo y que en realidad lo que parece no es y que la percepción sobre la realidad le juega a uno una mala pasada.
El argumento es que no se puede insistir en valores que el “proceso” que vivimos obliga a cambiar
¿Cambiar qué? ¿La idea de que todos los seres humanos nacimos iguales? ¿Que el poder absoluto corrompe absolutamente? ¿Qué nadie puede encarnar el cambio individualmente? ¿Qué el derecho a la libre conciencia y a la libre expresión son sagrados? ¿Que no hay dignidad humana sin la suma de todos los derechos y que el logro parcial de estos es insuficiente? ¿Qué la búsqueda de la felicidad pasa por la combinación de valores materiales y valores espirituales? ¿Que cada voz y pensamiento valen igual? ¿Que cada persona vale igual? Y lo más importante ¿Cambiar la idea de que la vida humana es sagrada?
No puede ser que aún hoy haya quien crea en estos cantos de sirena, en estos experimentos terribles sobre nuestras espaldas como si nunca se hubiesen vivido la espantosas experiencias que el “sagrado cambio revolucionario” impone. El altar del sacrificio está repleto de víctimas, de despojos, de osamentas, de almas y conciencias trituradas en el altar inhumano de los “puros”
Si los valores esenciales no sirven, ya nada sirve. Si la “revolución” plantea otra cosa, la respuesta es muy simple. Toda la sangre derramada por todos los hombres y mujeres desde que somos habrá sido inútil.
¿Es tan difícil de entender?