Publicado en Página Siete y Los Tiempos el 4 de julio de 2010
Uno de los personajes de Saramago, mientras maneja su automóvil y se detiene frente a una luz roja, percibe que no ve. En realidad, un exasperante manto blanco cubre por completo sus ojos y a partir de ese instante terrible, comienza a contagiar la ceguera a todos aquellos que tienen contacto visual con él. En poco tiempo, un mar de ciegos inunda la ciudad de la novela del portugués, un océano de seres humanos que poco a poco se desnuda en su inermidad todo aquello de oscuro y terrible que tiene el espíritu humano.
Hace algunos días Saramago se encontró con la muerte, no sé si -de pronto- en el momento final, un manto blanco cubrió su vista y en lo íntimo de su rabioso ateismo, la eternidad sea, como ese tiempo ignoto y olvidable de sus personajes, un blanco infinito. Pero en este mundo terrenal lo que hacía el novelista era reflexionar sobre el hombre, sobre la trascendencia, sobre lo evidente, nuestras debilidades más íntimas. Era medio ácido y medio dulce en su extraordinaria ironía, en el fluir extraño de sus metáforas, en lo atildado de su escritura que trabajaba como un orfebre.
Traigo a colación a José Saramago, no sólo por el hecho de su propia muerte, sino porque consiguió acercarse de un modo filoso y preciso a cuestiones esenciales, una de ellas el poder, otra la soledad, otra las pulsiones mayores, aquellas que nos acercan a lo implacable, aquellas que como escribió Shakespeare nos diferencian de los demás animales, la sofisticación del uso de ese poder físico, político, amoroso, sobre los demás, algo que sólo la elaborada maquina de pensar que es el cerebro humano puede lograr.
Si en ese brumoso lago palestino fue posible el diálogo imperdible entre el Demonio y Jesús y sí ambos pudieron jugar a los sofismas entre el bien y el mal para ponerle los pelos de punta al Vaticano, pudo también llevarnos de la mano, como en el pasado –aunque de otro modo- lo había hecho Kafka, a la terrible repetición de la rutina. El mismo personaje, su mismo tono gris, sus mismos horarios, sus permanentes silencios, la insignificancia, la repetición ritual de cosas cuyo sentido es el propio sin sentido y, como en un canto de rupturas, la persecución del nombre, de los nombres, de uno mismo. Saramago siempre ironizó, siempre jugó a los contrarios, siempre se afirmó como creador en aquello que puede parecer inverosímil, en los vuelcos crueles del orden establecido. Sus mundos son réplicas estremecedoras de las mentiras hechas verdad, rupturas permanentes, construcción del orden basado en el desorden social. Sus personajes, pero sobre todo sus narradores, se detienen con complacencia en la descripción de las jerarquías humanas, de los que mandan y los que son mandados, los que tienen el poder y creen merecerlo desde siempre y los que obedecen y creen que siempre deberán obedecer. Hasta que algo, en la esencia argumental de sus novelas pone en evidencia el disparate.
En el otro extremo está la cuestión de la trascendencia. La conclusión del autor es la única posible, la trascendencia, si por ello debemos entender algo diferente de la idea de la eternidad, está en el alfa y omega humanos. No sé si cabe la palabra “humanista” para definir a quien fue un comunista convencido hasta el día en que de modo inevitable, la lucidez pudo más que la fe y como todo hombre heteróclito, escogió el único camino posible, el de la duda, el del juicio sereno, más allá de la ceguera del dogma, el de tomar para sí lo único que de veras tiene sentido, nuestra condición, nuestros valores esenciales, nuestra unicidad.
Saramago en eso puede engañar. No diría que fue un escéptico, diría, por el contrario, que la claridad para diseccionar nuestra esencia estaba siempre teñida de un halo de esperanza. Esperanza en el hombre, la resolución de los grandes experimentos de ingeniería social, cualquiera que fuese su naturaleza, está para él en las almas incorruptible de unos pocos, en aquellos que, como el rey desnudo, mantienen en casi toda su obra el ancla con la utopía, una utopía terrenal, una utopía de este mundo.
A partir de algunas de sus novelas centrales lo que descubrimos es una gran pregunta, un cuestionamiento, un revolver e interpelar a quienes pueden definir el destino de los demás, a quienes mandan, a quienes han construido esta realidad que es un gigantesco sin sentido, a quienes a nombre de ideas superiores nos impiden mirar la levedad de las cosas simples, lo fundamental de las vidas de los pequeños, saber que lo superior, divino o humano, en cuanto a decidir por el otro y sobre el otro, es algo inaceptable.
La película blanca sobre nuestros ojos, es parte de esta terrible evidencia. Mucho me temo, sin embargo, que la ceguera mayor, el gran manto blanco –o negro- sobre los ojos, acompaña siempre a quienes adquieren poder, y más gruesa es esa película cuanto mayor poder concentran los ciegos. Ese es el gran ensayo sobre la ceguera de Saramago.