Publicado en Nueva Crónica N° 60
En este momento de nuestra historia, la tentación más obvia es comparar el proceso político iniciado el 2003 con la Revolución de 1952 y calificarlo como revolucionario.
Pero, en una interpretación ortodoxa, aparentemente este no es un proceso revolucionario en tanto el “cambio tectónico” político y social no se dio como producto de un movimiento violento en el que se cambia de régimen por la vía de las armas. Aquí, la palabra cambio pasa de ser una descripción a tener el significado de alteración profunda de las raíces preexistentes. Sin embargo, una lectura detenida nos permite apreciar que si bien no se dio una acción como la vivida entre el 9 y el 11 de abril de 1952, sí experimentamos un proceso de insurgencia enfrentado al sistema democrático instaurado en 1982, a partir de la “guerra del agua” de abril de 2000. Desde ese momento el Estado democrático, apoyado en el trípode MNR-ADN-MIR, comenzó a hacer aguas de modo irremisible. En septiembre y octubre de 2000 la rebelión aymara liderada por Quispe en el altiplano y apoyada por los sempiternos bloqueos de los cocaleros de Morales, estuvo a punto de hacer caer definitivamente al gobierno de Banzer. Dos elementos jugaron de modo paradójico. El primero como impulso de la insurgencia; la aguda recesión económica regional que golpeó de modo brutal la economía boliviana en el periodo 1998-2003. El segundo como freno, el imprevisto personal, la enfermedad terminal del Presidente que lo obligó a renunciar un año antes del fin de su mandato. En este caso el sistema se salvó porque el sucesor de Banzer, Quiroga, le dio algo de oxígeno generacional y de imagen a un sistema y una estructura profundamente carcomidos. Fue una finta a la historia que hizo perder de vista la profundidad del descontento popular y la gran debilidad de las “murallas” de la democracia del 82. El mensaje no fue escuchado. Sánchez de Lozada y Paz Zamora volvieron a un ruedo en el que los viejos toreros nada tenían que hacer ni por edad ni por propuesta. Una combinación de brillante estrategia electoral y los errores de bulto del potencial ganador, Reyes Villa, sumados al espectacular posicionamiento de Morales en la carrera por la presidencia, sellaron la suerte del modelo de la “democracia pactada”.
Pero no era sólo una cuestión de coyuntura electoral, no, fue el rumor intenso de un río cargado que estaba a punto de desbordarse desde el 2000 y que estalló en mazmorra entre enero y octubre de 2003. Morales jugó sus cartas de modo implacable al cortar toda opción de posicionamiento positivo de Sánchez de Lozada con el irracional e injustificado bloqueo de caminos de enero de 2003 del que muy pocos se acuerdan. Esa fue la verdadera puntilla al frágil gobierno del que formé parte, que de hecho no sólo había nacido con fórceps, sino que –hoy se puede ver- carecía de la mínima magia de seducción como proyecto político. Febrero y septiembre-octubre, no fueron sino el remate de una faena cantada. La llamada “guerra del gas” se torno en el punto de ebullición.
Octubre de 2003 parece por eso el referente revolucionario que se empareja con el 52. El paso por el desierto del 2003 al 2006 fue peculiar, porque refleja el esfuerzo inútil por encauzar el río por la vía del cambio democrático, racional y responsable. Ninguna corriente revolucionaria aceptó ese camino, el maximalismo se impuso sobre todo cuando sus gestores sintieron que estaban a las puertas de Palacio. La lectura equívoca y suicida de los portadores del viejo orden, se transformó en la otra parte de la tenaza que los insurgentes necesitaban para estrangular cualquier opción de cambio construyendo puentes con un discurso de diálogo y concertación.
Un último elemento fue indispensable para cerrar el círculo, algo que se intuía. Se debía doblar la página histórica del 52 con un indígena en la presidencia, no en un sentido literal, sino única y exclusivamente en la dirección de lo simbólico. Quienes condujeron a Morales en la campaña electoral de 2005 lo entendieron y eso ocurrió, el dirigente cocalero se apropió de un cetro que sólo estaba destinado a un indígena.
El hecho revolucionario incubado entre 2000 y 2003, acelerado en 2005 con motivaciones y argumento disímiles, pero en una trayectoria ineluctable, devino en un triunfo democrático, lo que nos permite hacer una lectura en la que la palabra Revolución cabe para definir el proceso que vivimos.
Esta larga y aparentemente bizantina consideración sobre el origen del régimen que gobierna no es gratuita, porque explica los reflejos que vemos desde el poder. Lleva a sus autores a la autoconciencia de que éste es un cambio revolucionario y que en consecuencia debe seguir la ruta de la Revolución en su modo.
Tanto el Jefe de Estado como el jefe de Gobierno, cada cual con su propia historia y con su propia lectura de las cosas, coinciden en esta visión, se asumen como portadores de lo revolucionario y enfrentan la incomodidad de lo democrático. La democracia no es el traje que quieren, no sólo no les gusta, sino que para ellos es contradictorio en los términos. El resultado es un permanente choque, es la incompatibilidad de percepciones y de acción. Las sucesivas elecciones buscan la hegemonía y la “legitimación” del poder total inherente al “hecho revolucionario”. Si bien el posicionamiento de Morales es incuestionable y su mayoría es clara, no es un respaldo ni total ni unánime, no lo puede ser, no lo será nunca, y eso produce inevitablemente contracciones de un parto que no se produce en los términos “revolucionarios” de los parteros.
Pero el problema más complejo es la esencia del cambio ¿Cuán revolucionario es éste realmente? Es un asunto de la mayor importancia y está librado por ahora a la impresionante carga simbólica del proceso, quizás la mayor de la historia republicana, pero a la vez está empantanado en los modestos y erráticos pasos en la dirección deseada por sus protagonistas. Las “nacionalizaciones” están diluidas en su propio contenido conceptual y desbaratadas por la estruendosa ineficiencia de la gestión de gobierno. Las autonomías fueron tomadas al vuelo de quienes las demandaron legítimamente por décadas y fueron mal adaptadas al nuevo modelo. La apuesta mayor, la construcción de la hegemonía indígena (aymara para ser claros), cuyo pilar fundamental es la Constitución, es de pronóstico reservado por su tortuoso e ilegítimo origen, por la forma confusa del diseño del nuevo “Estado Plurinacional” con contradicciones, problemas, vulneraciones a derechos fundamentales y tal cantidad de preguntas de incierta respuesta, que colocan a los gobernantes ante un desafío que hasta ahora se ha mostrado por encima de sus capacidades.
Irónicamente, el cambio revolucionario está en un papel llamado Constitución. Históricamente la Revolución no genera una nueva Constitución sino al revés. Pero en este caso es la Carta Magna la que debe generar la Revolución.
Sea como fuere, es innegable que el país ha vivido una conmoción revolucionaria, aunque muy confusa, no resuelta, en una mezcla entre la voluntad democrática y de paz de los más, y la testarudez violenta y autoritaria de los menos. La receta, me parece definitivo, no es desde el punto de vista operativo la del 52. No se podrá llegar a buen puerto imponiendo una imposible hegemonía, sólo se podrá lograrlo entendiendo el juego razonable de mayorías y minorías que adecuadamente administrado podría finalmente lograr un cambio profundo para bien. El riesgo es que terminemos una vez más en la frustración, con el peligro de que la violencia sea la forma de resolver el entuerto.