Carlos D. Mesa Gisbert

La tragedia
El colgamiento del Presidente Gualberto Villarroel el 21 de julio de 1946, producto de un movimiento popular (en el que se hallaban comprometidos la izquierda marxista-PIR y la elite de raíz liberal) y una acción colectiva irracional, marcó, paradójicamente, el fin de un largo periodo de la historia republicana de Bolivia, el de quienes hicieron mártir al líder político nacionalista.
Los viejos principios liberales, el sistema económico, la realidad agraria y la desarticulación nacional, plasmados en un sistema político de democracia censitaria (que limitaba el voto, prohibiéndolo a mujeres, analfabetos, personas con relación de servidumbre y personas que no pudiesen demostrar una renta o salario) que había agotado sus postulados y logros, intentaron -sin éxito- ser reencauzados ese día invernal en la última etapa de su vigencia política. Los seis años que median entre esa fecha y el 9 de abril de 1952, se transformaron en un puente que aceleró la eclosión popular y una nueva dirección de la historia boliviana.
La nación antes de la Revolución
La situación de Bolivia antes de los cambios de 1952 era la de una nación desarticulada en varios niveles. Su economía mantenía una estructura de monoproducción minera, basada y dependiente fundamentalmente de las exportaciones de estaño (por décadas fuimos el segundo productor mundial de ese mineral). Esta principal fuente de ingresos estaba manejada por tres grandes empresas bolivianas propiedad de los denominados “barones” del estaño: Simón I. Patiño (uno de los empresarios mundiales más exitosos de su tiempo), Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo. Esto suponía que el Estado recibía ingresos reducidísimos por impuestos en proporción a las ganancias de los grandes mineros. Era además dependiente directa de los propietarios de los complejos mineros y las fundiciones que (particularmente Patiño) habían instalado en Europa, no en Bolivia por razones vinculadas al imperio minero internacional que entonces controlaba el magnate, y de un mercado global que regulaba los precios en función de la realidad de la producción y el precario equilibrio de minerales como el estaño.
La agricultura que se practicaba en altiplano y valles interandinos, estaba a su vez en manos de propietarios que controlaban la producción sustentada en la mano de obra indígena prácticamente gratuita. Aunque objetivamente daba mayor sustento alimentario al país (en buena parte por la magra dieta alimentaria de la mayoría de la población) que en el momento actual. Desde el punto de vista social y del sistema productivo, los indígenas dependían casi totalmente del hacendado, a través de la herencia colonial basada en el modelo de la encomienda. Los propietarios, beneficiados por una “estatización” de la tierra en el siglo XIX, que no fue otra cosa que una expoliación para lograr supuestamente la regularización de los títulos de propiedad que facilitó la “reversión” de grandes extensiones en el altiplano y valles, adquirieron esas tierras por precios muy bajos una vez que el Estado las puso a remate. El funcionamiento de esas haciendas incorporaba como parte “natural” de la propiedad a los Indígenas, llamados colonos, quienes a cambio de su permanencia en las tierras comunitarias que habían sido suyas, trabajaban sin remuneración a favor de los nuevos propietarios, con la compensación del “derecho” de cultivo para su autoconsumo. Hasta 1945 (en que fue abolido por el gobierno de Gualberto Villarroel) se mantuvo el pongueaje, un eufemismo de un sistema de semiesclavitud que obligaba, además del agrícola, a trabajos no remunerados del “colono” generalmente en la ciudad en favor del hacendado.
La sociedad boliviana carecía de una clase media urbana significativa, marcándo una diferenciación de clases muy aguda. Estrato dominante compuesto por la gran minería, terratenientes, un pequeño núcleo de familias “tradicionales”, minúscula burguesía y funcionarios. El otro estrato formado por los campesinos indígenas, un pequeño sector obrero y minero y grupos populares de artesanos y gremiales urbanos. La relación entre campo y ciudad era muy estrecha (mucho más que hoy) en el contexto de las asimetrías mencionadas.
No existía un sistema adecuado de seguridad social, aunque sí se habían establecido en el gobierno republicano de Bautista Saavedra (1924) y en el gobierno militar de David Toro (1936), un código y reglas que regían las condiciones de trabajo en minas y fábricas.
Las comunicaciones viales mínimas mantenían al país desarticulado. El desarrollo del oriente era casi impensable por su aislamiento y su aparentemente poco atractivo nivel de oferta de productos.
La visión de transformar esa realidad a partir de una intervención del Estado, sin embargo, se inició con el “Plan Bohan” antes de la Revolución, presentado por un equipo de consultores estadounidenses a pedido del gobierno de Enrique Peñaranda (1940-1943), que propuso el desarrollo de infraestructura carretera e inversión en desarrollo agrícola y técnico en las tierras más fértiles de Santa Cruz, además de una migración planificada desde tierras altas a tierras bajas, para iniciar un proceso de diversificación económica que eliminara nuestra dependencia de la monorpoducción exportadora minera. Añadía la necesidad de profundizar la exploración y explotación de petróleo y la construcción de una refinería para el crudo extraído. La carretera Cochabmba-Santa Cruz y la construcción de la refinería de Cochabamba, se iniciaron ambas antes de 1952.
En el periodo liberal se había desarrollado también un importante proceso de modernización industrial (años treinta y cuarenta) a través de una inversión significativa en el rubro téxtil, y en la manufactura diversa, (alimentos, alcoholes, aguas gaseosas, tabaco, zapatería, construcción, pequeñas fundiciones y tornerías, etc.) lo que hizo crecer de manera significativa el PIB industrial.
Valga decir que los gobiernos del MNR no sólo desconocieron estos logros del periodo liberal, sino que se encargaron de crear un discurso sobre el pasado que hundiera de modo global todo lo hecho por sus antecesores y que glorificara a la Revolución y sus conquistas.
La lógica del cambio
Sólo entendiendo esta realidad se puede valorar en profundidad la magnitud y la realidad de las transformaciones de 1952, que hicieron de Bolivia un país distinto que completó un salto, aunque incompleto e imperfecto, al mundo contemporáneo.
La instrumentación de esa ruta surgida en Bolivia en abril de 1952, se hizo a partir de una organización política, el Movimiento Nacionalista Revolucionario–MNR, cuyos contenidos programáticos no son fácilmente identificables desde el punto de vista de corrientes ideológicas definidas. Este partido propugnaba una alianza de clases en contraposición a la visión marxista de la lucha de clases, en el contexto de una tesis que tocó las fibras de los ciudadanos (“Tesis de Ayopaya” de Walter Guevara). En ella se planteaba que la confrontación histórica pendiente era la tensión entre nación y antinación (“Nacionalismo y coloniaje” de Carlos Montenegro), no en la “decadente” visión de imponer como modelo el liberalismo político republicano; era la defensa de los intereses y recursos naturales y la riqueza del país contra los poderes externos, particularmente el imperialismo y a falta de este, contra la “rosca” minera.
Como medio efectivo para la toma del poder proponía el desarrollo de tres medidas básicas: (nacionalización de las minas, reforma agraria y voto universal) para cambiar las estructuras de la sociedad establecida y consolidada por el liberalismo.
El secreto del MNR y la corriente nacionalista fue desplazar al marxismo como opción alternativa al pasado liberal-republicano del país. A ese éxito contribuyó la ya mencionada alianza entre el PIR y el bloque conservador en el bienio 1945-1946. El derrocamiento brutal de Villarroel tuvo que ver con la alianza antifascista de ambos núcleos políticos, sobre la hipótesis de que el gobierno MNR-RADEPA (Razón de Patria, logia militar ultra nacionalista creada en las arenas del Chaco durante la guerra) era -igual que el peronismo argentino- una expresión solapada del fascismo en América Latina. La alianza entre Estados Unidos y el Reino Unido con la Unión Soviética para derrotar a Hitler, se tradujo en una fuerte presión en América Latina y en Bolivia contra gobiernos que simpatizaban con el llamado eje (Alemania-Italia y Japón), que tuvo que ver con la geopolítica mundial de inmediata posguerra.
La importancia de la Guerra con el Paraguay (1932-1935) fue definitiva para patentizar la deficiencia medular del proyecto liberal. Una mayoría del país, los indígenas quechuas y aymaras eran una vez más excluidos, discriminados y utilizados instrumentalmente. Ese quiebre vergonzoso se puso en claro en la contienda y aceleró la toma de conciencia colectiva sobre tal situación, además de potenciar la creación de corrientes de pensamiento ya existentes cristalizadas en partidos políticos de nueva generación, bajo la influencia marxista, fascista y nacionalista del mundo polarizado de entreguerras.
Un contexto necesario
Las medidas centrales que dieron cuerpo y destino a la Revolución fueron tomadas en distintos tonos y con diferentes matices de modo inteligente y pragmático por el MNR. “Tierra a quien la trabaja y minas al Estado” fueron postulados propuestos por el POR-Partido Obrero Revolucionario de tendencia trotskista, el PIR, e incluso grupos renovadores del viejo liberalismo y FSB-Falange Socialista Boliviana de cuna fascista. Es paradigmática en esa dirección la llamada “Tesis de Pulacayo” (1946), un manifiesto político radical desde la base minera trotskista que proponía de hecho una revolución proletaria.
El punto de partida policlasista, si bien diluía el contenido específico de clase desde la perspectiva del marxismo ortodoxo, permitió hacer efectivo un proyecto político concreto. El MNR se cuidó muy bien, tanto antes como en pleno proceso de gobierno, de no alinearse con el socialismo ni con la revolución democrático–burguesa (a pesar de la imposición del voto universal y de los procesos electorales de los que fue principal beneficiario). En esa dimensión estuvo el planteamiento históricamente revisionista de Montenegro.
A pesar del MNR, o quizás gracias a sus líderes, los cambios desarrollados terminaron por definirse como de estructura reformista en lo formal y de hegemonía autoritaria de partido único en lo real. Pero sería ingenuo y de un esquematismo peligroso reducir el análisis a esa definición que no abarca ni explica el mecanismo de funcionamiento socio-político, sobre todo de los cuatro primeros años de gobierno nacional–revolucionario.
En primera instancia conviene insistir en que 1952 determinó un desplazamiento de clases a nivel de las decisiones nacionales en el seno del propio gobierno. La sociedad tradicional conducida por un reducido estrato dominante intermediario entre los grandes intereses mineros y el resto de la nación, fue sustituida primero, y afectada directamente en sus intereses después, por el ascenso de un sector de la “clase media” (un estamento difícilmente definible como clase en 1952, y aún de estructura compleja en nuestros días) que a través de un partido político liderado por jóvenes intelectuales, condujo a un proceso de transformación estructural del país. A ellos se sumaron líderes sindicales mineros, gremiales y universitarios. Pero es claro que el cambio esencial no tuvo su eje de interés en esa sustitución violenta, sino en el agrupamiento de sectores sociales excluidos, sobre todo a nivel de proletariado y esencialmente -por la composición demográfica del país- los productores agrarios indígenas. No fue casual que el MNR cambiara la expresión indio (claramente racista y peyorativa) por la de campesino.
Si el MNR fue el instrumento político de la Revolución, la Central Obrera Boliviana (COB), creada el 17 de abril de 1952, cinco días después del estallido de la insurgencia popular, fue su instrumento de clase, definida por el nivel de conciencia política de los mineros, vanguardia natural del proletariado boliviano, dado su carácter de sector neurálgico como sostén de la economía. No era tiempo todavía, a pesar de la proximidad de la reforma agraria, de una vanguardia indígena.
De esa combinación resulta que las medidas graduales de un partido y su motor intelectual, se transformaron en cambios de raíz, en cuanto se estructuraron a partir del impulso del co-gobierno (toma de decisiones COB-Ejecutivo y participación de ministros obreros en el gabinete) y sobre la premisa del control obrero en la administración de la nacionalización de las minas que se llevó a cabo seis meses después del ascenso al poder. A pesar de no compartir la raíz marxista del pensamiento de importantes sectores de la COB, el MNR asumió pronto -a través de sus direcciones obreras– el control de la máxima organización de trabajadores del país, lo que le permitió con el paso del tiempo la consecución de sus intereses en el nivel de decisión entre gobierno y COB, por lo menos hasta 1957.
Las paradojas que vendrían
Dadas sus agudas contradicciones y la distorsión de su contenido, el resultado efectivo más evidente de ese proceso fue la transformación de una nación premoderna, desarticulada geográficamente y dominada por pequeños pero poderosos grupos de poder, en otra (todavía preindustrial, a pesar de los atisbos de desarrollo en este rubro ya mencionados) con un amplio espectro de participación política y con un Estado fuerte dueño de sus recursos naturales esenciales. Se dio además la integración parcial del territorio con el comienzo del rompimiento de la hegemonía andina, en la continuación del “Plan Bohan” heredado de los gobiernos liberales. Desde el punto de vista social el mayor esfuerzo en este cambio fue la creación de una nueva burguesía capaz de intentar hacer real la modernización del país mediante un desarrollo agroindustrial combinado con el intento de instalar una industria estatal con la conclusión de la refinería de petróleo de Cochabamba y la creación del ingenio azucarero de Guabirá en Santa Cruz. A pesar de ello, en la realidad se produjo un dramático desincentivo a la industria privada duramente golpeada por la altísima inflación del periodo 1954-957, y dependiente -problema crónico hasta hoy- de los contratos e iniciativas estatales para generarle oportunidades y buenos negocios. Esa dependencia contribuyó al nepotismo, favoritismo partidario y discrecionalidad en la forma y fondo de los contratos de privados con el gobierno.

¿Qué nación quería el MNR?
Un primer aspecto al que se le dio poca o ninguna importancia hasta hace relativamente pocos años, fue la columna vertebral del proyecto ¿Qué nación proponía el MNR? ¿En qué se diferenciaba del proyecto fundador de 1825 y del proyecto liberal de posguerra del Pacífico? El MNR proponía una nación cuyo paradigma de unidad fuera el mestizaje. Acuñó, inspirado en la Revolución Mexicana, la idea de que había que amalgamar nuestro pasado común “indo-mestizo” que estaba dislocado y enfrentado secularmente. La mirada de entonces, apoyada en la visión decimonónica del Estado-Nación, reforzaba sin resquicios la idea de una nación unitaria, sólidamente cohesionada por valores cómunes y únicos que garantizaran la construcción de una sociedad con los mismos valores y las mismas creencias. Para ello el pivote era la idea del mestizaje en el que se insumirían las tres categoría entonces aceptadas de modo sobresimplificado como componentes de nuestra población: indígenas, mestizos y blancos. Había que reconocer un pasado común tanto indígena (Tiwanaku fue el referente simbólico del esplendor de ese tiempo pretérito) como colonial y republicano. Quedaba claro que la única forma de lograr tal uniformidad era la de imponer una lengua común y dominante, el castellano como “lingua franca” del país y la adhesión a una religión unificadora, el catolicismo. Desde el punto de vista de la referencia política, para el MNR estaba claro que dicha cohesión tenía una argamasa imprescindible, la de un Estado poderoso, garante de la protección de nuestros recursos naturales, empresario y rector de una economía planificada y férreamente controlada. Ese Estado gestor decidiría el grado de participación de los privados en la economía.
Desde la perspectiva intrínsecamente política, la influencia mexicana fue también decisiva. La formalidad democrática era eso, una formalidad para disfrazar a través del voto universal a favor de quien cambiaría el país, una dictadura de partido, una renovación de personas en la presidencia para un control indefinido del poder y un manejo férreo de éste. La oposición (en el caso que nos ocupa, FSB), sería simplemente un ingrediente para hacer creíble tal disfraz. El mecanismo terminaría por estallar pero en el camino dejó una secuela de arbitrariedad, violencia y manipulación de la democracia nominal instaurada especificamente en 1956 con la primera elección por voto popular universal.
Las medidas legendarias
Fueron más de tres y una de ellas fue la clave. En lo práctico, sin ninguna duda, la combinación entre la otorgación del voto universal en julio de 1952 (que liquidó el voto censitario o calificado) y la implantación de la reforma agraria (agosto de 1953), cortó a cuchillo la historia republicana. Los caminos paralelos de racismo, exclusión, expoliación y el circuito terrible de levantamientos indígenas-masacres, se cortaron para construir una ruta única de presente y de futuro. La mitad de la población sobre cuyas espaldas se construyó el proyecto conservador-liberal, dejó de ser carne de cañón y objeto de la historia para conquistar la ciudadanía política y económica a partir de la recuperación de la propiedad de la tierra y la conquista de la ciudadanía. Sin discusión, fue el paso fundamental del proceso del 52.
Es evidente que la reforma agraria pecó de insuficiencias importantes tanto técnicas como conceptuales (su aplicación se dio exclusivamente en altiplano y valles dada la relevancia menor de población y control de tierras en el norte, oriente y sur). Sobre el modelo del sindicalismo europeo, concibió la medida en la lógica de propiedad individual y no comunitaria, lo que desbarató significativamente la tradición indígena anterior a la colonia y también la del propio periodo colonial que había mantenido un vínculo con las formas previas de organización y uso de la tierra. Pero aún considerando esas deficiencias, el objetivo central de inclusión, igualdad y ciudadanía, se cumplió, lo que vino después (sobre todo en el periodo democrático inaugurado en 1982) fue el ajuste y afinado del imperativo de cerrar la página entonces inaugurada.
A estas medidas esenciales se sumó el Código de Educación (1955) que, por fin, la universalizó incorporando la educación rural que en un par de décadas logró educar a la casi totalidad de los niños bolivianos en edad escolar. El pilar fue el castellano, recién cuestionado como vehículo básico en la reforma educativa intercultural y bilingüe de 1994 instaurada por el propio MNR.
Otro de los logros cruciales del proceso de la Revolución fue la universalización de la seguridad social para los asalariados a partir de la creación de la Caja Nacional de Seguridad Social (1957).
La nacionalización de las minas que cuando se hizo realidad (octubre de 1952) fue el hecho “estrella” de la Revolución, calificado ampulosamente como la “liberación económica” de Bolivia, mostró en muy pocos años varios de los problemas de su ejecución. La Creación de la Corporación Minera de Bolivia-COMIBOL, fue la de un superestado asfixiado por la burocarcia, el prebendalismo y la sujeción a las exigencias y necesidades del partido de gobierno. En 1961 -cuando se aplicó el llamado “Plan triangular” que buscó racionalizar y reordenar a la empresa- se había puesto en evidencia que la política había dañado irreversiblemente la medida. El cambio de razón social (de minería privada a estatal) vino acompañado con la medida demagógica de pago de beneficios y recotratación inmediata de quienes habían sido empleadas de los “barones” del estaño. En poco tiempo se triplicó el personal, especialmente el de superficie. La ley del mineral, que ya venía en bajada en el momento de la nacionalización, descendió dramaticamente. La productividad de los trabajadores en la nueva empresa estatal cayó también de manera significativa. El resultado fue inevitable; el costo de producción por cada libra fina superó al monto recibido por la exportación de esa misma libra fina. Situación que en 1985 -también en virtud de la brutal caída del precio internacional del estaño- llevó al colapso a la minería estatal boliviana.

La ciclotimia del proceso
El proyecto iniciado el 52 adoleció de problemas de base que harían compleja su culminación. El capitalismo de Estado surgido del cambio -como anoté en el caso de la minería- impulsó una monstruosa burocratización, en un contexto de Guerra Fría y de bloques ideológicos enfrentados, en una realidad geográfica y geopolítica dependiente de la influencia de la primera potencia del mundo alineada obviamente con el liberalismo político, la economía abierta y el capitalismo. Una mirada pragmática y realista de ese contexto, apostó (segundo gobierno de Paz Estenssoro) por el desarrollismo que fue promovido por las ideas de la CEPAL por un lado y la Alianza para el Progreso por el otro. Las dificultades macroeconómicas estructurales del primer periodo revolucionario, obligaron al MNR a apelar al apoyo de los EE.UU. a partir de respaldo a fondo perdido para cubrir las obligaciones presupuestarias salariales y -progresivamente- a un endeudamiento que generó condicionantes muy duras en el manejo del modelo político-económico. Muy temprano, desde 1953, el país comenzó a atarse a dicha ayuda. A esto contribuyó el gran desafío del segundo gobierno movimientista, presidido por Hernán Siles, de estabilizar la moneda y salvar la economía, producto de la grave inflación generada por las medidas citadas. El único camino (como pasaría en 1985 tras la hiperinflación de tiempos de la UDP) fue la aplicación de medidas ortodoxas de corte liberal. Como corolario la consecuente liberalización económica en un rubro importante, contrastó con la lógica estatista; este paso se dio con el Código del Petróleo (1956) que permitió el ingreso de la Gulf Oil (empresa estadounidense) a Bolivia, que aceleró la exploración y acabó demostrando que Bolivia era un país gasífero más que petrolífero.
El tema de los hidrocarburos ilustra la deriva pendular del país desde los años treinta del siglo pasado hasta el siglo XXI. En 1956 se volvió a la apertura a la inversión extranjera dejando de lado la nacionalización de Toro de 1937. En 1969 la nacionalización de Alfredo Ovando volvió a la lógica de los hidrocarburos para el Estado. La capitalización de Sánchez de Lozada en 1994 revirtió esa forma y potenció como nunca a las transnacionales. En 2004-2006 el Referendo de hidrocarburos, la consecuente Ley del rubro y la reconversión de contratos en el gobierno de Morales, volvió al estatismo en lo que era entonces el sector productivo más importamnte de nuestra economía. La citada liberalización de los cincuenta fue un ejemplo inequívoco de las paradojas de los gobiernos del MNR.
La gestión de gobierno 1960-1964 y el plan decenal del MNR (1962), estaban marcados -como anotamos- por una corriente determinada del enfoque del crecimiento dominante en América Latina. Dicha propuesta marcó una visión de mediano y largo plazo de políticas públicas orientadas al crecimiento sobre el desafío de la lucha contra la pobreza y, en su origen, la sustitución de importaciones con base en el mito de la gran industrialización, entendible en las potencias regionales, pero impracticable en las naciones más pequeñas como Bolivia.
Pero además, dos elementos impidieron la radicalización de la Revolución que esperaban determinados sectores sindicales y políticos: la raíz demo-liberal y progresista del MNR y la situación de aislamiento de Bolivia, punto potencial de desestabilización del sistema continental, sin posibilidad alguna de apoyo de países externos a la influencia norteamericana.
Esos graves dislocamientos terminaron por quebrar la identificación entre movimiento obrero y partido, que había transformado un golpe de Estado en una insurgencia popular y que había convertido el movimiento, a través de banderas nítidas de lucha (las medidas ya mencionadas), en una acción colectiva vanguardizada por la avanzada minera que hizo posible la fundación de la COB.
El proyecto nacional revolucionario, siempre anclado en el reformismo, tuvo una innegable vigencia. Paralelo a proyectos latinoamericanos signados por ideas próximas como el argentino, el brasileño, el peruano, el venezolano, el colombiano y en muchos sentidos el guatemalteco de Arbenz, fue el único de ellos que pudo llevarse a la práctica hasta niveles de verdadera Revolución (como transformación económica y desplazamiento de clases), especialmente en el periodo 1952-1956. A pesar de sus limitaciones inherentes, terminó por imponerse en la dimensión de la historia.
El fin del gobierno del MNR tiene una fecha específica: el 4 de noviembre de 1964. Por sus índices de decadencia y agotamientos salpicados de corrupción y violencia estatal (exilio, prisión en campos de concentración, discurso y acción de partido único), pero sobre todo por el grave error de Paz Estenssoro de forzar su reelección y su tercer gobierno (los tres presidentes que lo intentaron no terminaron su mandato). Con todo, los rescoldos del modelo nacional–revolucionario perviven en Bolivia hasta nuestros días.
La experiencia nacionalista boliviana del periodo 1952-1964 es probablemente la que ha llegado más lejos en lo que se refiere a la puesta en práctica de medidas que permitieron cambios estructurales y formas políticas (cogobierno C.O.B.- Ejecutivo y Asamblea Popular en 1971 en el periodo de radicalización de los gobierno militares bajo el liderazgo de Alfredo Ovando y Juan José Torres) en más de un caso inéditas hasta hoy en otras naciones de América.
Colofón. Breves reflexiones sobre el MNR y el MAS
Pero si todo esto es cierto, no lo es menos que precisamente por esas razones el resultado que vive el país hoy, cuando el modelo nacional revolucionario parece haber hecho todos sus aportes, es el de un intento de transformación estructural de la mirada de la nación. Se trata de consolidar la idea del Estado plurinacional que quiere cerrar la página de la eliminación de la discriminación y la exclusión, abierta en 1952 y seguida y profundizada en las primeras dos fases del periodo democrático 1982-2006.
El Movimiento al Socialismo (MAS) -estableciendo las hechos con la crudeza que el caso amerita- heredó un discurso histórico, el del 52, que intenta borrar como si sus huellas fundacionales nunca hubieran existido. Pero ,irónicamente, copia el modelo autoritario hegemónico con un envilecimiento cada vez más creciente que ha terminado con la fase idílica de un proceso transformador
A pesar de sus errores la Revolución de 1952 creó un nuevo Estado que se constituyó en el proyecto histórico más ambicioso desde la independencia. Sin embargo, esa nueva construcción dejó un tatuaje contradictorio, basando sus premisas en el Estado empresario y dueño de la economía del país, a pesar de la evidencia de sus graves problemas de burocracia, corrupción e ineficiencia.
La respuesta liberal de glorificación de la empresa privada en los años noventa del siglo pasado mostró también sus excesos y su tendencia a la concentración de riqueza en manos de unos pocos, lo que demanda una respuesta aún pendiente, la de la construcción de un nuevo paradigma económico y ambiental adecuado a los desafíos del siglo XXI, capaz de reformular el futuro, desterrar las ideas obsoletas de la gran industrialización y sobre todo del extractivismo y el rentismo como supuestos parámetros de crecimiento inexcusables para nuestra sociedad.
Finalmente, tras varios lustros de polarización, la democracia se impuso como el camino de la nación, que decidió con su lucha y su sangre ese modelo de vida en comunidad, acompañado por un aparato político (un conjunto plural de partidos) que tuvo sus altos y bajos y que vive hoy la misma disyuntiva de los años cincuenta del siglo XX, la de derrotar democráticamente la imposición de un partido hegemónico que conquistó su legitimidad por el voto, pero que la desnaturalizó con un ejercicio espurio, autoritario y antirepublicano del poder.
El MNR, referente del proceso revolucionario y del nacionalismo, mostró a lo largo de sesenta años (1943-2003) un vigor y un protagonismo que lo ha convertido en la organización política más importantes de todo el transcurrir de la República hasta hoy. Su periodo embrionario, su momento dorado y su giro en democracia hacia dos corrientes diversas, de entre las que se impuso la de la ruta liberal, constituyen en sus propios hechos una explicación de la lógica repetida y pertinaz del agotador péndulo político, económico y social de Bolivia.
Interesante analicis de la historia politica y sus transformaciones. Lamentablemente es en partes confuso entender y a veces tambien repetitivo. Puede ser que no conosco mucho de el tema o que talvez mi castellano es limitado. Creo que se podria escribir mas simple y sin tratar de volver este analis mas complicado. De todas maneras algo me ayuda y gracias por su trabajo.
Excelente análisis retrospectivo.Falta creo una reflexión sobre cuál es razón de que los bolivianos no podamos, a pesar de los errores del pasado, concretar ese proyecto de un país económicamente, políticamente y socialmente viable. Eso es una responsabilidad moral de todos pero mucho más para los políticos e intelectuales. Un atento saludo
Excelente revisión histórica.¿Pero son suficientes la las razones que usted da para la no concreción del proyecto de la revolución 1952?.¿Porque el país vuelve a la misma situación de crisis política y económica ?. Falta de cultura especialmente en los políticos que deberían guiar a la población.No hubo ,como dijo Ortega y Gasset, la levadura de unos pocos que fermente la masa del pueblo.
Por cierto, este ensayo sobre el origen y proceso de la Revolución Nacional aporta nuevos elementos de análisis en lo fundamental y esencial del período. Creo que los argumentos de comparación con la coyuntura que vivimos desde 2006, son también relevantes y objetivos. Todo ello nos lleva a concluir que es necesario y urgente rediseñar un proyecto de reconducción del proceso boliviano (nacional – plurinacional), para afrontar los nuevos retos del mundo inmerso en el siglo XXI. En poco más de un decenio seremos sujetos (naciones y Estados), de transformaciones radicales y deberíamos promover un proyecto de inserción en ese nuevo «orden internacional» como participantes o correr el riesgo de quedar al margen de la dinámica mundial.