Alfredo La Placa, Las Voces del Pincel

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¿Puede un ser humano transmitir en el arte el equilibrio y la riqueza interior, su mirar y pensar respetuoso, su armonía interna? Por supuesto que sí, pero no es lo frecuente. Casi siempre se piensa en el acto creativo como una tormenta.

Las tormentas de Alfredo La Placa son peculiares, porque hombre y obra creada pueden encontrarse en los trazos de su mano, totalidad que no es otra cosa que el sello de un espíritu, el de un pintor cargado de una fuerza interior que sólo adivina él mismo cuando enfrenta la paleta y el lienzo.

Si Camus influyó en el artista, su existencialismo vitalista sería insuficiente para explicar el lenguaje del tacto, el de la tierra madre, el de la piedra que es su expresión mayor como componente de un hábitat, como entorno, como cubierta, como corazón, como areola. Los trazos de la piedra, sobre la piedra, nacidos desde dentro, son intensos y es allí donde está contenida la tormenta, pero no la tormenta que desgarra, sino aquella que termina en las olas mansas de un alma que está ya de vuelta.

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Su discreción, su mirada honda, sus palabras medidas, su sentido del respeto por el otro, los ha incorporado en su sensualidad bajo el ala protectora de la naturaleza. Está atrapado en la levedad del aire, en la extraña constitución de las formas, las texturas y los colores. Agua y tierra, lago y montaña. Pero siempre detrás, en contornos, en siluetas, en historias que surgen de esa roca poderosa, mujeres y hombres mimetizados en la imponente inmensidad altiplánica. Aparecen, se sugieren, se encarnan, aman, crean en cada una de las obras de Alfredo. Aunque parezcan no estar, están.

Hay mucho de misterioso en esos trazos que alguna vez se acercaron al milenario oriente, pero que nunca abandonan el horizonte cercado por la tierra, por sus colores, por esa fascinante posibilidad caleidoscópica de transformar, de recrear sin repetir.
El cielo es el agua y es un torso, y la raíz es una pierna y un cuerpo. Traslucido siempre, su espíritu está mezclado en la lectura de los clásicos y en el oído atento al viento sabio de los siglos.
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Los dos extremos de las formas no le son ajenos, son también parte de su búsqueda ¿Para qué sino el universo? ¿Para qué la infinitud cuando mira la noche ignota, o cuando piensa en el microcosmos de un liquen, de un musgo, de una gota, o en el torrente inaudible que transita las venas? Todo ello es color, todo ello es forma, todo ello es lenguaje, el del verde de las esmeraldas y del jade, el ocre metálico de las rocas oxidadas, el azul profundo del mar y sus ondas, el blanco incorporeo que recuerda nuestro tamaño verdadero y nuestra hondura.

Alfredo, que ha construido su ser intelectual en la inmensidad de la cultura occidental, ha vivido desde muy temprano la extraña pasión vital de los Andes y ha estado desde siempre dispuesto a escuchar su sonido, a abrir su espíritu para aquellos ecos ignotos que llevan al pincel y de éste al lienzo. Ese vendaval, el otro, no es pareja de la razón, no se alimenta de su raíz, sino, por el contrario, es hijo del mundo subterráneo.

No muestra su pintura sólo el rigor de la razón o la propuesta cartesiana. Es una batalla paradojal entre las rutas de occidente y las voces guturales de un pasado en el que se mezclan otras sensaciones. ¿No puede ocurrir acaso que hay mundos encubiertos que están detrás del espejo? ¿No es posible imaginar que lo que soñamos está en algún oculto nido de arañas níveas y fantasmales? ¿No será que nos está vedado por la razón un horizonte luminoso e inesperado? De muchas maneras, su paleta nos los dice en cada cuadro.

La vida, al fin, no es sino un breve camino en el que abrevamos cada tanto. Allí sus sombras recogidas en las formas repetidas y nunca iguales de su obra, allí el estallar de la celebración de quien respira y mira y oye y toca y ama.

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En las tardes detenidas a orillas del gran Lago, tras la resolana, bañados por la luz y las nubes y el agua sagrada, tejimos y destejimos la memoria, la nuestra, la de Rita, la de la calida amistad. No son ajenas a sus colores, no lo son sus formas, no lo son los pliegues misteriosos detrás de cada cuerpo. Es humano, profundamente humano el canto vital de su pintura.

La obra de Alfredo La Placa es su propia vida, es el movimiento de sus manos, tanto cuando pinta como cuando habla, es la nostalgia del renacimiento y el amor por este cosmos complejo que descubre día a día en su tránsito vital por las alturas.

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