Salvador Romero Ballivián ha escrito una reflexión muy honda y creo que muy próxima a la intención de mi novela «Soliloquio del Conquistador». El autor hace una comparación entre dos novelas y entre dos personajes. «La Huella es el Olvido» de Gonzalo Lema y el «Soliloquio». Francisco Burdett y Hernán Cortés. Transcribo su texto.
Poco a poco, el estruendo marcial que ayer fuera y el clamor de la guerra horroroso, quedan atrás. Las batallas se vuelven nombres que se recuerdan o se olvidan, se exaltan o se lamentan, se convierten en cuadros que glorían el gesto vencedor del general o plasman el sufrimiento de las víctimas anónimas, se testimonian en crónicas, se mencionan en himnos, se congelan en las cifras de los muertos. Los combatientes se dispersan y en el ocaso, en la soledad, el guerrero recuerda.
Ya no importa si peleó por una causa o por la otra. Si su ejército salió victorioso. Queda solo, con la memoria y las armas viejas, con las heridas y los títulos nuevos, con las reminiscencias, el orgullo y el remordimiento. Los júbilos, los honores se vuelven inasibles, pertenecen a otro mundo, inservibles en la hora en la cual se despoja de todo, se vuelve hombre a solas, consigo mismo. La reflexión taciturna y el descanso del cuerpo exhausto de Simón Bolívar en la bañera presagian la inminencia de la muerte, como narra el inicio de El General en su laberinto de Gabriel García Márquez.
A ese guerrero solitario le prestan voz Gonzalo Lema, ganador del Premio nacional de novela de Bolivia, en La huella es el olvido, publicada por primera vez en 1993, y el ex presidente Carlos Mesa en su primera novela, Soliloquio del Conquistador, editada en 2014, que es a la vez ensayo histórico y meditación política. Ambos trabajan con figuras históricas: Francisco Burdet O’Connor, el noble irlandés que se sumó a las luchas por la Independencia latinoamericana, acompañó hasta las últimas batallas de Bolívar y José de Sucre; Hernán Cortés, figura central de la conquista de México y futuro Marqués. El uno como el otro se apoyan en fuentes documentales, pero sólo para las referencias de los hechos, pues más les interesa adentrarse en los sentimientos, las nostalgias, los amores, las frustraciones, los arrepentimientos y así revivir y transfigurar un hombre en personaje literario, el mismo, pero por siempre otro. Y los destinos de ambos personajes se unen, por encima del tiempo.
La soledad acecha al guerrero. Las batallas son ecos lejanísimos de tiempos pretéritos. Cualesquiera que fuesen sus glorias o sus fracasos, necesitan contarse. Las hazañas se envuelven en una bruma como si la victoria resultase incompleta, insuficiente, necesitase otra justificación más que la buena fortuna de las armas, requiriese una explicación para adquirir pleno sentido, para dar cuenta de la brecha entre lo buscado y lo obtenido. No se trata de convencer en los círculos del poder, de granjearse la admiración de los contemporáneos. Es un ejercicio existencial, tan personal como un soliloquio. Cortés se dirige a su gran amor, la Malinche ya muerta, la convoca: “Necesito hablarte largo y suave, necesito ir contigo y cruzar fronteras. Todas las fronteras”. O’Connor a su hijo, que lo escucha sentado en una silla, en silencio, presente y a la vez irremediablemente ausente: el niño guaraní no comprende ni una sola palabra de la lengua de su padre…
Cortés y O’Connor, el Conquistador y el Libertador, el que abre y el que cierra la presencia española en América, nacieron en Europa pero combatieron, arriesgaron la vida, se entregaron con pasión a su causa, en una América en la cual los siglos parecieran pasar y la geografía continuase igual, desmedida, inmensa, “sol, azul, aire, transparencia, blancos, alturas extremas, selvas”, exclama O’Connor. Pero es también la tierra en la cual amaron y Cortés evoca con acentos de poesía, ternura y apasionamiento, su amor por Malinche, del cual nace Martín, el símbolo del nuevo mundo mestizo, que ya no es por completo ni de los españoles que vencieron ni de los indios vencidos. El mismo anhelo por cruzar las sangres en la tierra nueva late en O’Connor y su hijo Francisco nació del amor con “una niña de doce o trece años, a lo sumo”. Otra vez, el reinicio incesante del mestizaje, ahora en los confines del Chaco, que le ha sido regalado en recompensa: una propiedad tan grande como la que iniciase en una estaca clavada y llegase hasta dónde reventasen dos mulas… Pero no importa cuán grande o intenso haya sido el amor, o inmensa su evocación, el compromiso y el destino conducen a los guerreros a morir lejos de la mujer amada.
Los guerreros guardan de las batallas el recuerdo de la solidaridad, la necesidad de apretarse hombro con hombro, hombre con hombre, de comandar sus tropas, de ser el primero en valor; piensan en los compañeros caídos, los que incluso se sacrificaron para que otros viviesen. Es una fratria, y en ella anidan también los que titubearon, fallaron, provocaron las Noches tristes, pensaron sólo en sí mismos. Cortés y O’Connor arman con los primeros el panteón privado de sus propios héroes y con los otros, el infierno de la ignominia. Pero también los adversarios vienen a la memoria. Cortés se asombra con el destino trágico de Moctezuma, obsesionado por cumplir el presagio de su final que adivinó en las entrañas de los pájaros sacrificados. Ambos saben cuántas veces, una nada decidió que la herida costase dos dedos o se llevase la vida, la victoria o la derrota, en una encrucijada brutal: “Era matar o morir (…) porque solo matando podría vivir”, se justifica Cortés. En el pecho, los dos saben que un resultado, incierto hasta el final de la batalla, determinó que una decisión fuese de una audacia brillante o de una insensata locura, de una paciencia estratégica o de una espera desdichada.
Han cambiado la Historia, pero cuando la meditan, Cortés en la playa, lastimado por los cristales salinos, y O’Connor en el último lecho, comprenden que avanza con su curso imparable y que ellos, los forjadores, van quedando arrinconados, en un recodo. Que ya están viejos, que ya están solos, incluso incomprendidos, y O’Connor, en un acto de modestia y pragmatismo, destina su sable, ensarrado y motoso, a trancar el corral para que las gallinas ni los cuchis salgan del canchón.
El silencio se extiende, la sombra se alarga, nadie responde. Es la soledad del guerrero melancólico.