Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 19 de febrero de 2012
El 19 de febrero de 2002 La Paz vivió una de las tragedias mayores de su historia. Han pasado exactamente diez años de ese hecho y me parece pertinente transcribir lo que escribí y publiqué ese día, golpeado como todos, por lo sucedido:
Tuve un sueño, una premonición de este apocalipsis de agua. Ocurrió hace unos meses. Lo reviví al ver las aguas estallando al salir como de un cañón de los embovedados del río y en los ojos de terror de la gente. Cómo olvidar la ingenuidad de esa anciana que entregaba su bolsa a alguien y para hacerlo se soltaba del árbol al que hasta ese momento se había aferrado y entregaba la vida a las aguas enfurecidas…
La ciudad se descubrió en el turbión, encontró su inermidad y su fuerza. Mezcló en el granizo implacable las amenazas de bloqueos y sitios y rupturas, la sombra del gran cerco de Katari, de los mundos partidos y las miradas feroces, con este extraño entramado que nos colocó a todos juntos, que dejó florecer la solidaridad y el heroísmo y el sentimiento más hondo del uno para el otro. La ciudad fue nuestra otra vez, fue de todos. Nos condolimos de verla herida, se nos acercó la muerte y nos arrebató niños y ancianos y mujeres y hombres y, de pronto, como en un extraño y terrible matrimonio, la muerte no hizo distingos, como no los hace nunca.
En el valle donde todas las aguas confluyen, donde termina todo limpio, los campesinos recogieron los cadáveres que pasaban flotando, las niñas de un colegio del sur, la cholita que vendía en las calles de San Francisco, el ejecutivo que iba a su oficina en el centro y el taxista que conocía todos los rincones.
Fueron cincuenta minutos interminables, blancos, terriblemente blancos. Un granizar que parecía no tener fin, que era el diluvio, que era el ruido de pedruscos que caían del cielo, que taponaron todos los drenajes, que se acumularon en los huecos y en los huesos, que lo penetraron todo, que cerraron los caminos…y luego el río y todos los ríos queriendo llevarse hasta el último ajayu. Nada que se hubiese conocido antes, nada que pudiese recordarse, nada que pudiese ayudarnos a pensar. El agua se lo llevó todo, pareció lavar el alma envenenada, quizás nos enseñó que este es un tiempo de darnos la mano, de sujetar un brazo, de salvar un cuerpo que respira, de jugarse por el otro, sea quien sea, esté donde esté, venga de donde venga.
El cerco y el turbión, irónicamente la guerra y la paz. Es curioso, pero en el grito desgarrado de esa madre que descubrió el rostros inerte y embarrado de su hijo muerto, hay como una señal, como un signo, como un mensaje, que quizás debiéramos escuchar. Es como un rayo que parte el cielo en dos, es literalmente un parte aguas, del terrible y espeso color tierra de la torrentera, como si de algún recóndito lugar de sus entrañas saliera el mensaje violento y aterrador. A la vuelta de un siglo en que la ciudad fue la lanza capitana, cuando todos los mensajes nos conducen al escepticismo y al miedo por un futuro preñado de nubes negras y de granizo como este que padecimos, la ciudad lame sus heridas y descubre que a pesar de todo es una sola, que nos toca un destino común, que este valle capturado al altiplano es de todos, los de arriba y los de abajo, que en el fondo del agua y los escombros y la basura y los restos y los cuerpos inmóviles y tremendos, está una única piel. Que en definitiva, nos va la vida en ello.
Sentimos todos una inmensa congoja un inmenso dolor, por nuestras vidas, por aquellas que recorrieron el corazón de la ciudad entre tumbos y ahogos, por las calles y las casas remojadas, por esos pedazos de historia que se desmoronarán irremediablemente, como desmoronamos y cuarteamos tantos pedazos de historia nosotros mismos. En las sirenas de las ambulancias corría el sentimiento de que estábamos todos afectados. Por eso la solidaridad, los cuerpos de hombres y mujeres metidos hasta la cintura, y los medios de comunicación en un solo esfuerzo común gritando con sus estremecedoras imágenes. Entonces llegó el momento profundo de nuestras almas que nos recuerda a Brecht, porque a cada uno de los paceños la tragedia nos tocó a la puerta y nos cambió, como cambian enteros todos cuando algo tan terrible, tan inmenso, tan inaprensible nos envuelve sin preguntar, sin otra alternativa que aceptarlo porque el tamaño de las cosas de la naturaleza está por encima de cualquier posibilidad humana de entendimiento y reacción.
Fue todo tan desmesurado que algunas voces apuntaron a Dios, y aseguraron que estábamos pagando por todo lo que hemos hecho mal (que es mucho). Es el destino implacable de las fuerzas de la naturaleza. Es el sino de los astros. Es la predicción de los dioses ancestrales. Es cualquiera de estas cosas, o todas combinadas.
La Paz vivió y murió muchas vidas en esta tragedia, descubrió sus vasos comunicantes de modo terrible, aprendió que la ciudad somos todos, que en el cielo y en las laderas y en las bocas del río (los ríos) se puede aprender mucho más que geografía, que en ellos y por ellos se escribió un nuevo lenguaje, complejo enigmático pero poderoso. Aquí, en esta íntima ciudad en sus años y en sus cicatrices, estamos todos. Los muertos y los vivos que quedamos, aprendimos el mensaje tatuado en nuestros corazones.
me parece terrible como todos los intelectuales mencionan, recuerdan, lloran, encuentran poesía en las tragedias que le han tocado vivir a La Paz, y nadie menciona los detalles obvios:
1.- cada verano las temperaturas suben tremendamente y esto provoca que el agua a nuestro alrededor se evapore y claro vienen las lluvias
2.- esto no es por «epoca de lluvias» o porque necesitemos una tragedia para unirnos, se debe a que la tierra gira alrededor del sol y las inclinaciones que sufre provocan las estaciones
3.- esto va pasar cada años de noviembre a marzo… no sería mejor prevenir ante un fenómeno tan fácilmente previsible? la llegada de las aguas?
No confunda usted un texto de un ciudadano impactado por la tragedia con un metereólogo, o un alcalde. Cada quien que haga lo que le toqué hacer. En febrero de 2002 yo era un ciudadano de a pie, ni periodista en actividad ni político en función de gobierno