Pablo Laguna, que ha sostenido una intensa polémica conmigo en este blog, decidió escribir un artículo (en un tono mucho más moderado y respetuoso que el que ha usado aquí), publicado en «Página Siete», bajo el título «Las ideas de Mesa respecto al acullicu». Esta mi respuesta a esa nota, que ha sido publicada hoy 1° de abril de 2011 en Página Siete:
Apreciado señor Laguna, el consumo de coca en Bolivia tiene una tradición milenaria. Sus usos cambiaron con los siglos y la universalización de su masticado en el mundo indígena data del periodo colonial. Más allá del tema de la adicción, lo evidente es que buena parte de quienes consumen coca en Bolivia han convertido esta práctica en un hábito (lo que no es necesariamente sinónimo de adicción). Las consecuencias de ese hábito son las que debieran llevarnos a la reflexión y a una evaluación sobre sus consecuencias, al margen de consideraciones científicas muy serias y respetables ciertamente.
Coincido plenamente con usted en que la historia no debe considerarse como una línea recta. Es completamente cierto que a partir del siglo XVI la coca tuvo más de una connotación, una de las cuales, por supuesto, fue el uso ritual de la hoja heredado de las tradiciones prehispánicas. Como otros muchos productos equivalentes (el café en el oriente medio), la hoja fue y es un elemento muy importante para la interacción social. Pero otra fue –y esto es lo relevante de esa transformación histórica- la coca como instrumento de opresión sobre los indígenas, utilizada por los conquistadores y colonizadores para su beneficio. El valor de uso entonces tenía objetivos concretos vinculados al rendimiento y costo de la extracción de minerales y el cultivo de alimentos a favor del imperio español. Lo que me parece relevante de la columna que escribí (“Coca ritual y coca opresora” que se puede ver en mi blog carlosdmesa.com) y que usted comenta, es que si es justo reconocer en este producto un conjunto de elementos que son los que siempre se han utilizado para calificar a la coca en sus múltiples significados, se debe subrayar que se ha omitido consciente o inconscientemente la razón de su uso universal en el mundo andino. Esa razón le dio y le da a la hoja un contenido simbólico diferente, que no debe olvidarse y que fue el de someter a través de su consumo a quienes había sido parte de un imperio anterior al de la conquista europea. Si olvidamos esto tendemos a hacer lecturas ya no lineales o circulares de la historia, sino –y esto es lo más peligroso- mutiladas. Una lectura adecuada de ese pasado nos permitirá encarar de un modo más integral lo que vivimos y lo que somos. No es bueno acomodar la historia en ninguna dirección, sobre todo cuando tenemos una mirada legítima desde la ideología para interpretar el presente.
En cuanto al narcotráfico, usted sabe perfectamente que “una parte de la coca desviada al narcotráfico”, es en realidad una parte muy grande. Hay consenso en cuanto a que la mayor parte de la coca producida en el Chapare se convierte en cocaína, pero concuerdo con usted, es indispensable contar con un estudio genuinamente independiente que refleje con exactitud qué número de hectáreas se destina al consumo tradicional y producción semiindustrial o industrial de la hoja, y que cantidad va a la cocaína.
Mientras se mantenga el actual estatus del combate al narcotráfico (que no me parece el adecuado, y me refiero a los lineamientos internacionales sobre el tema), es obligación del gobierno y la sociedad boliviana actuar claramente en el combate al crimen organizado, desde la producción de la hoja excedentaria hasta el consumo. Los mecanismos escogidos pueden ser variados. Por ejemplo, Brasil sustituye hoy a Estados Unidos en esa compleja y contradictoria tarea. Ojalá que con las pocas virtudes y sin los muchos defectos de su predecesor.
Efectivamente, sin coca no hay cocaína.
Senor Mesa,
Llego tarde al debate sobre su artículo “Coca Ritual y Coca Opresora”, desafortunadamente para mí esta vez lo urgente se impuso a lo importante.
Busco aportar, aunque tarde, apelando a un argumento que estoy contrastando y desarrollando desde hace ya tiempo: la coca como artefacto político-discursivo, socialmente construido, a partir de relaciones históricas de poder, y reproducción de argumentos simbólicos de lucha política.
Comparto esta perspectiva desde esta entrada en mi sitio web: http://www.pabloarivero.com/2011/01/coca-que-protesta-coca-politica.html
Mi respuesta a Carlos Mesa y mi Punto Final
Buenos días señor Mesa,
El leído su respuesta del 1 de abril. Es satisfactorio ver que ha podido usted incorporar muchas de las ideas que le transmití en nuestro intercambio en su blog que no estaban en su nota inicial sobre la hoja de coca. Es grato ver, aunque no lo reconozca usted, que acaba cediendo.
En su nota del 20 de marzo publicada en Página Siete usted señala y lo cito textual: “La coca ha perdido casi completamente su vínculo con su pasado mágico-religioso y es parte de una tradición que ratifica el sentido de dominio de un pueblo sobre otro, o como es el caso, la realidad de un hábito que es perfectamente comparable con adicciones como la del cigarrillo o el alcohol”. Luego añade usted “En ese contexto la coca hoy mantiene esa ambigüedad, en pequeña escala su valor ritual indiscutible. Pero –y esto es lo que más importa- en gran escala, su antivalor como producto adictivo (…) está fuera de duda que el consumo permanente de coca en acullicu genera adicción y produce procesos químicos en los que el alcaloide, el componente de cocaína de la hoja, ejerce influencia importante sobre el organismo ”. Y finalmente remata usted con las preguntas siguientes: “¿No es acaso la coca el ejemplo más dramático del triunfo del colonialismo sobre los pueblos de los Andes? ¿No es tiempo de analizar efectos y consecuencias del hábito de consumo masivo de la hoja de coca en nuestra sociedad a lo largo de los pasados cuatro siglos, despojándonos de justificaciones puramente retóricas?”.
A la lectura de esto queda claro que usted se refiere a un cambio de sentido hacia otro, señala usted que la coca dejó de ser sacra para convertirse en un instrumento de dominación y de adicción, y una yapa de sacro. Sus respuestas en su blog corroboran esta posición. Supongo que ese debe ser el múltiple significado al que ahora se refiere usted, después de nuestro largo debate.
Le confieso que a la lectura de su primera nota y respuestas me pregunté sobre la coherencia entre estas y su propia praxis. Siguiendo su lógica (que no comparto) de ver al acullico como sinónimo de adicción, no le parece que su decisión de legalizar el qato de coca en el Chapare, siendo usted Presidente, lo vuelve cómplice de fomentar la drogadicción y por ende pasible a la ley 1008? ¿No le parece que su decisión fue incoherente con su pensamiento? También, no deja de sorprender la manera con la que se escurre en su respuesta del 1 de abril en responder al tema del fondo de su columna del 20 de marzo pasado la cual radica sobretodo en el carácter adictivo del acullico, más que la responsabilidad de la dominación, como las citas arriba mencionadas lo muestran. En una frase reconoce, y evita usted comentar, los aportes de decenas de estudios científicos realizados en universidades y centros de investigación del norte que destrozan el argumento de su nota del 20 de marzo. Reconozco aquí sus destrezas de contorsionista pero no logrará marearme la perdiz. Además de refutar el carácter adictivo del acullico estos estudios demuestran la utilidad de esta práctica en aumentar la absorción de oxígeno y en mejorar la eficiencia en la degradación de azúcares, algo muy pertinente para hacerle frente al mal de altura o para asumir tareas físicas.
En su nota del 20 de marzo y respuesta de 1 de abril sigue usted Carlos pecando en su visión linealmente recta de la historia (no me reconozco ni en ésta, ni tampoco en la mirada circular del pachakuti). Se obstina usted en querer ver en la Colonia la responsabilidad del acullico y supuesta “adicción” actual en torno a la coca. Señala usted que esta práctica responde a “una tradición de dominio de un pueblo sobre otro” y a la vez pregunta por los efectos del hábito de consumo masivo de la hoja de coca. No esta demás recordarle Carlos que la mita cesó en 1815, la Colonia en 1825 y la reforma agraria en la mayoría del territorio nacional acaeció en 1953. Pareciera que para usted lo que ahora somos fue decidido, por no decir dictado, siglos atrás. Leyendo sus líneas los que actualmente acullican serían seres alienados a quienes se les dictó siglos atrás cuál debe ser su comportamiento y el significado a atribuirle al acullico. Muchas personas que lo hacen (y no lo hacen) saben bien que el consumo masivo empezó durante la Colonia. Otros, lo ignoran.
Pero conocer ese momento de la historia NO es el punto central para explicar los significados que los consumidores de hoja otorgan ahora al consumo de hoja de coca. Como se lo dije, los significados y valores asociados a las prácticas son situacionales y experienciales. No son constantes, menos inmutables. El cambio social existe, los significados y valores cambian, las sociedades se reconfiguran y la historía no es una línea recta, sino un recorrido topológico, imprevisible por múltiples trayectorias, experiencias, espacios y dimensiones. En el transcurso de los siglos, el acullico ha tomado significados adicionales por la propia experiencia social y corporal (me refiero aquí al gusto y a los efectos estimulantes arriba descritos) de sus consumidores. Ahora, la coca tiene una dimensión sagrada democrática. Ya no está sólamente en el ritual de una elite religiosa o señorial. Tampoco es sólo un producto para mejorar el rendimiento físico. Es también un elemento socializador en la vida cotidiana y de resistencia (me parece que usted tuvo que hacer frente a algunos embates durante su gobierno, no?). A la vez, la coca es sustento de visiones de modernidad legitimas. Para muchos indígenas y mestizos la coca les permite mejorar sus condiciones de vida, diversificar sus economías, financiar el acceso de sus hijos a la educación y en ciertos casos dejar el cocal. Son pues todas estas experiencias las que generan sentido y han dado lugar a la emergencia de identidades en torno a la producción, venta y consumo alimentario, social y cultural de la hoja de coca. Por esto también la coca tiene un carácter patrimonial más amplio que el que tuviera antes de la Colonia.
Ciertamente, hay que practicar la memoria del pasado, en vez de memorizarla, pero a la vez reconocer que esta misma práctica es una traducción, y como tal otorga el derecho a incorporar desde la interacción y la praxis nuevos conocimientos, a veces más pertinentes para explicar comportamientos presentes que quejas antoñejas que poco ayudan a entender los significados actuales atribuidos a la hoja de coca y la contribución de políticas estatales en el crecimiento de su producción y la emergencia de estos sentidos.
Por lo demás, ya precisé que una parte de la producción de hoja de coca va al narcotráfico. Pero me abstendré de atribuir proporciones. No “soy Madame Soleil” y prefiero tener datos concretos antes de empezar a lanzar aseveraciones temerarias e (in)equilibristas, propensas al estigma. Sólo a manera referencial y a pura aritmética siguiendo el crecimiento de la población, le hago notar que en condiciones de consumo similares a las de 1976 ya deberíamos hablar de 24.000 ha legales. Pero esto es sólo una pista referencial para analizar los resultados del esperado estudio, reconociendo que múltiples criterios intervienen sobre la evolución del consumo legal e ilegal. Hablamos en unos meses pues cuando salga éste. Por ahora punto final de parte mía.
Sin coca no hay cocaína, sin cebada no hay cerveza y sin uva no hay vino. A mí me gustan el tinto, el mate de coca y el acullico. Bien es sabido que todo está en el arte de saber consumir.
Pablo Laguna
Antropólogo