Escrito el 15 de diciembre de 2009
En la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado, comenzaron a construirse muchos de los ideales y de las utopías que movieron nuestro espíritu y marcaron la ruta que tomaríamos en nuestras vidas (la masacre de San Juan, El Che, la teología de la liberación, el cine comprometido de Sanjinés, el barrientismo y sus secuelas políticas, entre otras tantas cosas que nos marcaron de modo indeleble).
En esos años de nuestra adolescencia en el colegio San Calixto Següencoma, llegaron del otro lado del Atlántico como nuestros profesores, varios jóvenes españoles que se estaban formando para hacerse sacerdotes, jesuitas para más señas. La mayor parte dejaron la sotana al poco tiempo, algunos para volver a la vida ciudadana y a su tierra natal, otros tocados por el país, fueron a la militancia política. Guardo nítidos recuerdos de ellos, alguno jugando al fútbol con la sotana remangada y anudada en la cintura, alguno enseñándonos a fumar, otros con su carga de conocimientos en historia, filosofía y sociología. Todos junto a nosotros en los campamentos, las excursiones y los “trabajos sociales” que hicimos en tres años sucesivos en una ladera paceña, en las minas, en el altiplano y en los Yungas.
Pensándolo ahora, me doy cuenta de que eran muy parecidos a nosotros, con la misma vitalidad, el mismo aire juguetón, la misma necesidad de agotar la inacabable energía de la juventud. Nunca más los jesuitas tuvieron en sus colegios tanta renovación, tanto optimismo, tanta complicidad entre profesores y alumnos, tanta calidad humana y académica. Con algunos de esos curas-profesores que tuvimos, he mantenido amistad hasta hoy, de otros nunca supe más.
En ese grupo excepcional estaba José Pepe Henestrosa (luego Pepe H) que decidió seguir su camino de fe como cura. Delgado, de mirada penetrante, de sonrisa que transmitía algo muy particular, la tranquilidad de alma. A diferencia de los otros maestrillos –que así se llama a los curas que aún están en la antesala del sacerdocio- Pepe no era el centro de atención, lo recuerdo más bien introvertido, que no solemne ni aburrido. Sin histrionismo Pepe nos dejó aquello que por humano es esencial, un sentido de la responsabilidad y del esfuerzo personal, la necesidad del respeto como base esencial de comunicación entre unos y otros y una tarea como profesor idónea y seria. Quizás la palabra exacta para él es precisamente respeto; respeto por el otro, algo tan necesario ayer y hoy en nuestra patria. Lo conocí en la plenitud de su juventud y fue muchas veces uno más de nosotros.
Cuando dejamos el colegio en 1970, se estaba produciendo un cambio en el seno de la comunidad jesuita, que tuvo la fuerza de un cataclismo, particularmente en Bolivia. Decidió entre otras cosas que el objetivo esencial del compromiso de la orden no podía ser la educación de los hijos de las elites en un país con nuestras contradicciones sociales y económicas. San Calixto (y todos los centros de educación jesuitas), dejó de ser uno de los dos o tres colegios más exclusivos de Bolivia. Pero lo más importante, algunos de los sacerdotes que se mantuvieron en la Compañía de Jesús, decidieron ser parte real del país, se hicieron bolivianos de un modo muy particular, encarnándose en la gente, en la tierra, en sus rincones más abandonados.
Pepe lo hizo durante muchos más años de los que ocupó en la enseñanza y salvo un par de veces, no lo volví a ver hasta que supe de su muerte que lo encontró en un recodo, cuando tenía tanto que dar todavía. Al saberlo recordé a Luis Espinal, porque a su modo, Pepe hizo exactamente lo mismo, vivir y morir por el país que adoptó y que lo adoptó a él.
En la inmensidad de las tierras altas vivió con austeridad y sentido de compromiso. Con la convicción natural de la tarea de trabajar por los demás, tradujo la utopía en hechos, demostró que el mensaje central del Nuevo Testamento de que finalmente el amor a Dios transformado en obras, sólo tiene sentido en tanto hoy y aquí se es capaz de entregarlo al prójimo. Ese es el eje del legado del cristianismo.
No supe nunca cuáles eran las adscripciones ideológicas de Pepe y de hecho es un dato poco importante, porque creo que hizo lo que otros no hicieron, trabajar todos los días de su vida de modo silencioso, sin alharacas, sin espectáculo, sin voces que se alzan para ser escuchadas, sin otra recompensa que tener la certeza de hacer lo que se tiene que hacer. Pepe es el símbolo de los héroes anónimos de nuestra nación. Sus ojos claros y penetrantes, su piel blanca casi transparente, se hicieron altiplano y montaña y mundo indígena y tocaron la piel del país que no lo dejó nunca.
Su silueta estilizada era como una figura del Greco, primero con la larga sotana negra que contrastaba más con su semblante, luego con una chompa café oscura de alpaca con motivos andinos. Es así como lo recuerdo ahora. Pepe es parte de la geografía de los hombres que nos sirven de ejemplo y que ratifican que no hay más legitimidad en una nacionalidad que la que se escoge, se transforma en razón de vida y le da sentido a la muerte.
Pepe H., te quedaste en mi memoria, la más intensa, la que marca, la que me construyó como persona en mi adolescencia y en mi primera juventud.
Este será mi primer comentario en un blog, aunque por cierto sigo varios blogs acerca de tecnología, viajes y japón. Pero encuentro este tu articulo y me veo en la obligación de comentar, tuve la oportunidad de conocerlo en mi año de voluntariado, allá en Corpa CETA (La Paz – Ingavi). Ya que como dices, fue un cura muy separado de la «publicidad» y por lo mismo quiero dar testimonio del trabajo silencioso que realizó en el altiplano paceño.
Lo que más recuerdo de él fueron las eucaristías cotidianas y sencillas que se realizaban en el comedor diario de la casa donde vivíamos un grupo de voluntarios y personal de la parroquia de Corpa.
Alfredo Lupe
Alfredo:
Qué grato saber que un hombre como Pepe ha dejado una secuela de ejemplo y una forma de acercarse a un país tan extraordinario como el nuestro. Sólo conociendo su realidad, sólo comprometido con ella, es posible entenderlo de veras.
Pepe lo hizo como profesor primero y como compañero de ruta de los pueblos del altiplano después.
Era un hombre dee fe, fe en Dios y fe en el hombre. Una sin la otra no tienen ningún sentido.